Escrito en el verano de 1926 y publicado en
febrero de 1928, La llamada de Cthulhu, es el relato más conocido
de Lovecraft y el que funda los cimientos de toda su mitología que
como todos sabemos es la idea de que ciertas criaturas de otros
mundos, que vivieron en nuestro planeta en épocas remotas, desean
reconquistar la Tierra. A partir de aquí escritores amigos de
Lovecraft como; Clark Ashton Smith, Robert E. Howard, Robert Bloch,
August Derleth, Frank Belknap Long, entre otros, fundan lo que se
conocerá como el “Circulo Lovecraft” para dar origen con sus
relatos y novelas los Mitos de Cthulhu.
Existe una adaptación cinematográfica de
este relato producida por Sociedad Histórica H.P. Lovecraft. Esta
película muda filmada en el 2005, utilizó modernas técnicas de
grabación y elementos vintage
para reproducir la estética de los filmes de la década de los años
20... una verdadera joya, en próximas entradas seguramente la suba.
La llamada de Cthulhu
por. H.P. Lovecraft
Es
imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan
sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia
se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se
retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las
que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo
con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y
especie...
Algernon Blackwood
1. El bajorrelieve de arcilla
No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que
la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo
que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados
por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino
emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos
propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la
unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y
a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan
terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa
funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva
edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa
grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no
son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas
supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no
estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los
que me han dado la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me
estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con
ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió
de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo
de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido.
Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por
cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan
espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había
decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese
muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.
Tuve por primera vez conocimiento de este
asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo,
George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la
Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era
una autoridad ampliamente conocida en materia de antiguas
inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los
conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo
tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos
años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el
interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco
de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el
empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los
curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la
colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle
Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden
orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que
la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón,
determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente
empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún
motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas...
y algo más que dudas.
Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo,
viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con
cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y
cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será
publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de
Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente
enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros.
Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió
examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré
abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún
más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso
bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de
viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos
años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví
buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del
anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo tosco de
dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros
cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los
dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni
por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo
sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica
regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los
dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar
de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré
identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.
Sobre esos supuestos jeroglíficos había
una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la
ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía
una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma
que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo
que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un
pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré
el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco,
provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y
coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía
más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una
arquitectura ciclópea.
Las notas que acompañaban a este curioso
objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido
escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias.
El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las
palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres
de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan
desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera
tenía el siguiente título: "1925, Sueño y obra onírica de H.
A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.", y la segunda:
"Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121,
Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928.
Notas del mismo y del profesor Webb". Las otras notas
manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de
diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos
(principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W.
Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de
las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de
tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada
de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la
señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente
a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la
primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal
relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925
un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran
excitación, había visitado al profesor Angell con el singular
bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su
tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había
reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que
estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo
estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que
vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era
un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su
infancia había llamado la atención por las historias y sueños
extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo
"físicamente hipersensitivo"; pero la gente seria de la
vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente "raro".
No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco
había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo
era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación
Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadurismo, lo
había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito, el
escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos
arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El
joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar
con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de
la tableta excluía toda posible relación con las ciencias
arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó
bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra,
tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación
habitual.
-Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice
anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más
viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia,
guarnecida de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada
que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se
mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un
leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido
Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado
terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera
vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de
enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un
horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban
cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de
algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino
más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía
traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave del
recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al
escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi
frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en
sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío.
Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no
reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus
preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante,
especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con
sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi
tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser
miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas.
Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de
verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de
informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a
partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas
diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones
nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones
ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia
subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles
impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con
más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu
y R'lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito,
Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel
reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido
y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle
Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando
a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces
había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío
telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de
cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en
Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de
Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se
estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los
sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca "de
varios kilómetros de altura" que caminaba o se movía
pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero
las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey
convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven
había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra,
añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie
de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de
lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre
violenta que al de un desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde, la
enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de
encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que
había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo.
Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió
a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell.
Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños,
y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e
irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar
los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del
manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la
reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces
mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas
describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo
período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas
revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una
vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar
sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le
comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones
habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que
las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un
secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las
notas formaban un completo y muy significativo resumen. La
aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional "sal de
la tierra" de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi
completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes
de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de
abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia
no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas
descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno
de ellos hablaba del temor a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían
de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas
hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas
originales, llegué a sospechar que el compilador había estado
haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la
correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso
persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los
viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo.
Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia.
Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido
sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo
del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y
sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su
terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las
notas describían con énfasis, era particularmente triste. El
sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la
teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al
joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después
gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno.
Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de
reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación
personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos
pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a
menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se
habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di
explicaciones, y es mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he dicho,
trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el
mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una
agenda de recortes, pues el número de estos extractos era
prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno
describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado
por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa
carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba,
apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de
California relataba que una colonia teosófica había comenzado a
usar vestiduras blancas ante la proximidad de un "glorioso
acontecimiento", que no llegaba nunca, mientras las noticias de
la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los
nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían
multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos
misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas
habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche
de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados
por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el
oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926,
en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño.
En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que
sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera
curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara
colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo
racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de
que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores
mencionados por el profesor.
2. El informe del inspector
Legrasse
Los sucesos anteriores por los que mi tío
diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran
el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez,
parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del
monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos
jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra
Cthulhu podía traducir... Todo esto en circunstancias tan
sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con
preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido
diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana
de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El
profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado
un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron
varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria
para hacer preguntas y plantear problemas.
El jefe de ese grupo no tardó en
convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un
hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el
viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información
que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond
Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su
viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua
aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se
interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de
instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales.
La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada
meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el
curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan
singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que
se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más
diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos
arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su
posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna
autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las
huellas del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado que
su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la
curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y
pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la
diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad
abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la
escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin
embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en
la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso
pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía
de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba
finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente
antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de
tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad,
cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas
largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una
malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y
estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de
indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde
posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las
garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde
anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La
cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras
enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una
impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de
la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e
incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía
relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la
civilización.
El material de la estatua encerraba otro
misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía,
a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o
iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente
desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de
que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta
esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto
la figura como el material pertenecían a algo increíblemente
lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo
sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que
nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del
congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el
misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la
efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo
que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing
Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y
explorador de bastante renombre.
Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb
había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas
inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido
descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado
con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto
demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz
deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los
otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían
estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas,
anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y
sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional
dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb
había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o
brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde
era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía
importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual
bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por
encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un
tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos
caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos
en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora
estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa
por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector
Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una
invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al
profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en
Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los
detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el
detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí,
en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo
con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que
el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus
ídolos:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh
wgah'nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el
profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido
de esas palabras. Era algo así:
En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu
espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general,
el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del
pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia.
Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de
los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa
imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre
parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía de
Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región
pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen
natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del
pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región
durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de
una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que
el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en
aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían
desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos
irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas
llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos,
añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte
policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por
el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable
abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon
en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca
penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de
musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de
piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más
depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las
colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un
miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a
agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear
de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de
cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor
rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de
las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su
repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del
lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto
maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas
tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de
horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía
tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había
sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a
un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo
parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los
colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de
sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí
desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y
pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba
la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba
para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se
desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun
así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había
aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían haber
reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras
atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz
rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las
bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano
de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una
licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas
demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los
bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos
del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía
un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh
wgah'nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un sitio
donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el
lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el
conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por
suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse
roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego
todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba
una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de
árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de
anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que
hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida
muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una
hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y
se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos
metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez,
se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a
intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con
el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los
cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro
de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de
izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de
cadáveres y el círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo
haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable
español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas
respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar,
situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre,
Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era
desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el
débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos
ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más
lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las
supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados
fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas
las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la
policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la
horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron
indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero
finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los
que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco
de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos,
fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas.
La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por
Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía,
luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos
de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte
marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos
de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel
culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para
comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un
fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros
se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea
central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos
que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven
mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al
interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se
habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un
culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros
dijeron que había existido siempre y que siempre existiría,
ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el
gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad
submarina de R'lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día
vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el
culto secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más.
Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La
humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas
formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles.
Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había
visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran
Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él.
Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas
se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto.
Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: "En
su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando".
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados
bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas
instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes
rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los
Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio
inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber
de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener
salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro,
quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los
jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de
odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los
teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos
muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido
en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le
habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras
ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo
antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían
revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en
los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían
de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no
eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta
imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las
estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo;
pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no
viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de
piedra en la gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios
del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen
recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza
exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros
que impedían que se descompusieran impedían también que se
moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar
en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían
todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la
transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus
tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros
hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles
moldeándoles los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro,
establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los
Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época
infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas
volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran
Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a
asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer,
pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos:
salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley.
Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente.
Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar
y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y
éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía
conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su
retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres
escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego
algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus
monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas
de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había
pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas
espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes
afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería
a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos
y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los
rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de
ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de
pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras
informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de
los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía
encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la
ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía
relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por
sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos
inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco
Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía
interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan
discutido dístico:
No está muerto quien puede yacer
eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.
Legrasse, profundamente impresionado, y no
poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas
del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar
que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no
pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora
recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que
con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó el
relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita,
tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros
del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial.
La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan
a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante
un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este
último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la
he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e
indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el
joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiese
excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya
enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven
sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las
imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído
en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los
maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el
profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa
investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven
Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de
sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El
relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el
profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien
fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron
a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que
luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas
teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había
hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle
el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys
de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la
arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel
lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la
sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en
Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su
labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que
su genio era profundo y auténtico.
Creo que durante un tiempo Wilcox figurará
entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y
reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías
evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho
visibles en versos y pinturas.
Moreno, frágil y de aspecto un poco
descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me
preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto
interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus
raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin
sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme de
que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo
inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían
influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida
cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura
sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el
bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían
formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma
gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy
pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante
interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de
concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones
sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo
extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la
ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió
curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor
expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu
fhtagn.
Esas palabras figuraban en la temible
invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de
piedra de R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí
profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar
casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de
las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en
virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un
modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de
arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la
superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales
un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras;
pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su
honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que
su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome
y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su
origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y
otros de los que habían participado en aquella vieja expedición,
examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que
todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía
varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más
que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó
mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una
religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría
en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente
materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable
perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los
recortes coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé a
sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada
natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas
callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos
extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez
oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se
distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no
me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y
métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas
creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no
habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que
veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las
investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el
escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o
quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante,
pues yo también he aprendido mucho.
3. La locura del mar
Si el cielo decidiese algún día acordarme
un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el
descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a
una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número
del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no
hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido
hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando
ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo
casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor
llamaba el "culto de Cthulhu" y me encontraba de visita en
casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del
museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los
ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una
de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara
ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras.
Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía
corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La
imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra
casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Despojé vivamente a la hoja de su precioso
contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo
que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya
vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el
propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:
Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar
El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21' de latitud sur, y a los 152°17' longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.
El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.
El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.
Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.
El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51' de latitud sur y a los 128°54' de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.
Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.
Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.
Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.
Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.
Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.
Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?
El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo
con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta
y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado
rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el
otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar
con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor
modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo
la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida,
perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de
algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con
el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto
se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué
pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los
sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella
fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del
viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino
próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba
balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos,
insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la
mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la
monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.
Aquella tarde, luego de haber pasado el día
enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de
mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes
llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy
poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las
posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado
común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito
de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la
cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego
rojo en las colinas lejanas.
En Auckland me enteré de que Johansen había
vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil
interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su
casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo
hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya
sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer
fue darme su nueva dirección.
Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito
con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular
Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La
imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas
escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de
Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba
exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible
antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más
pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del
museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había
en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que
había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros
Grandes Antiguos: "Vinieron de las estrellas y trajeron consigo
sus imágenes".
Profundamente perturbado resolví visitar al
oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en
seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a
tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, estaba
situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había
conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad
principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en
un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa
vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de
cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés
vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.
No había sobrevivido mucho a su regreso,
pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La
mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un
largo manuscrito, que trataba "asuntos técnicos", escrito
en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo
entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de
Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de
un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo
ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que
llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa
del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un
debilitamiento general.
Sentí entonces que un oscuro terror, que no
me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno
reposo, "accidentalmente" o por otro motivo, me traspasaba
los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de
esos "asuntos técnicos" me autorizaba a poseer el
manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco
que me conducía a Londres.
Era un relato simple, desordenado; un diario
de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día
aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a
causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará
para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del
buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo,
aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en
paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de
la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que
vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las
profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de
pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que
algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al
aire y la luz del sol.
El viaje de Johansen había comenzado tal
como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había
dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto
de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos
marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el
gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el
Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el
bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate,
Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo
abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un
deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que
contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado,
Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje
hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a
los 49°9' de latitud oeste, y 126°43' de longitud sur, se
encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea
cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del
terror supremo del universo: la ciudad muerta de R'lyeh, construida
hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia,
por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos
astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros,
ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego
de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres
sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que
inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El
oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había
visto bastante!
Creo que emergió de las aguas sólo la cima
de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran
Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el
fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más.
Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad
cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron
sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún
otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida
descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño
indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura
vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas
colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en
la sentina del Alert.
Sin conocer el futurismo, Johansen describe,
al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En
vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se
reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas...
superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por
jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me
recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó
que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no
euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las
nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad
la misma impresión.
Johansen y sus hombres desembarcaron en la
playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por
los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera
podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba
a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión
submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos
desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad
donde se había creído ver la convexidad.
Todos los exploradores, aun antes de ver
algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron
presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no
hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se
decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo
que sirviese de recuerdo.
Rodríguez, el portugués, fue el primero en
llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa
de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente
una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve
del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de
un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada
en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si
estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo
inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese
dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía
estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo
que la posición relativa de todo el resto parecía variar
fantásticamente.
Briden presionó sobre la piedra en diversos
sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes,
apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de
la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite
que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se
preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy
suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a
inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan se deslizó o trepó de algún modo
a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a
observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este
fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se
desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de
la materia y la perspectiva.
La abertura mostraba una oscuridad casi
material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva,
pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían
ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así
como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba
hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas
membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos
era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír
allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y
todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y
apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa
abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella
ciudad de pesadilla.
La letra del pobre Johansen es apenas
inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al
barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante
maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción.
No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa
pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y
el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede
extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran
arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al
pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio
venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos.
Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no
había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes
marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de
años el gran Cthulhu era libre otra vez.
Tres hombres fueron barridos por aquellas
patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que
descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran
Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres
sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario
infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia
arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que
se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y
Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el
Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los
escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas
del agua.
Las calderas habían quedado funcionando a
pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos
segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en
marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa
escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas.
Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que
no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas
emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz
navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de
la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la
persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió
la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la
muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de
un lado a otro.
Pero Johansen no había abandonado la
partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el
Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar
algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la
cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo
un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el
valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña
gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un
galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en
tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés;
pero Johansen no retrocedió.
Hubo un estallido como el de un globo que se
desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez
luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir.
Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió
al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo-
la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba
recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se
alejaba más y más, y ganaba velocidad.
Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se
contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y
preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que
reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel
incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la
tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia.
Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales
paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos
en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del
mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el
coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes
demonios del Tártaro, de alas de murciélago.
Luego de esas pesadillas vino el rescate, el
Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el
largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía
contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero
su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él
beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal era el documento que leí. Lo he
guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y
los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba
de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca
volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede
haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del
verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo
que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así
desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.
Cthulhu existe también, supongo, en ese
refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven.
Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó
por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros
en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados,
alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo
que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el
mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha
surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La
abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre
las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará
el día... ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no
sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de
que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo
otros ojos.
FIN
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