El Modelo de Pickman, es un relato corto escrito por H.P. Lovecraft, en Setiembre de 1926 y publicada por primera vez en Octubre de 1927, en la mítica revista Pulp Weird Tales. En este relato Lovecraft nos cuenta en primera persona sobre Pickman, un excéntrico pintor que a través de su pincel plasma horrendas visiones de grotescas criaturas, con un realismo perturbador.
Este
relato cueta con varias adaptaciones, entre ellas encontramos un
cómic de Marvel de 1971 escrita por Roy Tomas y dibujada por Tom
Palmer para una antología de terror llamada Tower of Shadows en su
número 9 y reimpresa en Marvel's Masters of Terror en septiembre de
1975 en el número 2.
En
1972, en el show televisivo Night Gallery, adaptaron este relato,
contando en esta versión como narrador a una mujer, interpretada por
Louise Sorel y en el papel de Pickman lo realizaba Bradford Dillman.
Austinite
Cathy Welch hizo 1981 un corto de Treinta minutos, en que básicamente
la historia era la misma pero con el aliciente que es Pickman el que
le muestra su obra a su novia escéptica.
Y
finalmente entre las destacadas encontramos un film chileno de
terror, llamado Chilean Gothic del 2000, que utiliza de base El
Modelo de Pickman y en que un detective busca a Pickman en la isla de
Chiloe al sur de Chile, en cuya zona los mitos hablas de monstruos y
de criaturas horribles. Aquí les dejo el trailer.
Las
imágenes que están en ilustran cuento, son del blog del artista
Joshua Hoffine, que en el 2011 realizo una serie de fotografía
retocadas inspirándose en el cuento de Lovecraft, para la revista
Famous Monsters of Filmland Magazine.
Aquí
les dejo el making off de este impresionante trabajo.
El Modelo de Pickman
por H. P. Lovecraft
No tienes por qué pensar que estoy loco, Eliot; muchos otros tienen manías raras. ¿Por qué no te
burlas del abuelo de Oliver, que jamás monta en un automóvil? Si a mí no me gusta ese maldito metro,
es asunto mío; y, además, hemos llegado más deprisa en taxi. Si hubiéramos venido en tranvía habríamos
tenido que subir a pie la colina desde Park Street.
Sé perfectamente que estoy más nervioso que cuando nos vimos el año pasado, pero no por ello
debes pensar que lo que necesito es una clínica. Bien sabe Dios que no me faltan motivos para estar
internado, pero afortunadamente creo que estoy en mi sano juicio. ¿Por qué ese tercer grado? No
acostumbrabas a ser tan inquisitivo.
Bueno, si tienes que oírlo, no veo por qué no puedes hacerlo. Tal vez sea lo mejor, pues desde
que te enteraste de que había dejado de ir al Art Club y me mantenía a distancia de Pickman no has
cesado de escribirme como lo haría un atribulado padre. Ahora que Pickman ha desaparecido de la
escena voy por el club de en cuando, pero mis nervios ya no son lo que eran.
No, no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías haber sospechado que dejé
de verle porque sabía algo confidencial; ése es precisamente el motivo por el que no quiera pensar a
dónde ha ido. Dejemos a la policía que averigüe lo que pueda.. que no será mucho, a juzgar por el hecho
de que no saben todavía nada de la vieja casa del North End que Pickman alquiló bajo el nombre de
Peters. No estoy seguro de que volviera a encontrarla yo... ni de que lo intentara, ni siquiera a plena luz
del día. Sí, sé bien, o temo saber, por qué la tenía alquilada. De eso voy a hablarte. Y espero que
entiendas antes de que haya terminado por qué no pienso ir a decírselo a la policía. Me pedirían que les
llevara basta allí, pero yo no podría volver a aquel lugar ni aun en el supuesto de que conociese el
camino. Algo había allí... Bueno, por eso ahora no puedo coger el metro ni (y puedes reírte también de lo
que voy a decirte) bajar a ningún sótano.
Supongo que comprenderías que no dejé de ver a Pickman por las mismas estúpidas razones que
les movieron a hacerlo a esas mojigatas mujerzuelas que son el doctor Reid, Joe Minot o Rosworth. No
me escandalizo ante el arte morboso, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero un
honor el haberle conocido, al margen de la dirección que tome su obra. Jamás tuvo Boston un pintor con
las dotes de Richard Upton Pickman. Lo dije hace mucho y sigo manteniéndolo, y ni siquiera me retracté
un ápice de lo dicho cuando expuso su «Demonio necrófago alimentándose». A raíz de aquello, como
recordarás, Minot dejó de tratarle.
Tú sabes bien que producir obras como las de Pickman requiere un arte profundo y una especial
intuición de la Naturaleza. Cualquier ganapán de esos que dibujan portadas puede embadurnar un lienzo
sin orden ni concierto y darle el nombre de pesadilla, aquelarre o retrato del diablo, pero sólo un gran
pintor puede conseguir que resulte verosímil o suscite pavor. Y ello porque sólo un verdadero artista
conoce la anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que se
asocian a instintos latentes o a recuerdos hereditarios de temor, y los contrastes de color y efectos
luminosos precisos que despiertan en uno el sentido latente de lo siniestro. No creo que tenga que
explicarte a estas alturas por qué un Fuseli nos hace estremecer mientras que la portada de un vulgar
cuento de fantasmas nos mueve a risa. Hay algo que esos artistas captan -algo que trasciende a la propia
vida- y que logran transmitirnos por unos instantes. Doré poseía esa cualidad. Sime la posee, y otro tanto
puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman la poseía en un grado que jamás alcanzó nadie ni,
quiéralo el cielo alcanzará en lo sucesivo.
No me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes perfectamente que en el arte normal existe una
gran diferencia entre lo vital y palpitante, ya proceda de la naturaleza o de modelos, y estas porquerías
sin el menor valor que los pintorzuchos mercantilizados producen a discreción en el estudio. Bien, pues
diría que el artista realmente original tiene una visión que le lleva a configurar modelos o a plasmar
escenas del mundo espectral en que vive. De cualquier modo, consigue unos resultados que difieren
tanto de los almibarados sueños del que quiere dárselas de pintor, como la producción del pintor de la
naturaleza de los pastiches del dibujante que ha seguido cursos por correspondencia. Si yo hubiera visto
lo que Pickman vio... Pero, ¡basta! Será mejor que echemos un trago antes de seguir adelante. ¡Dios
mío!, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que aquel hombre... si es que hombre era.
Recordarás que el fuerte de Pickman era la expresión de la cara. No creo que desde Goya nadie
haya puesto tal carga de intensidad diabólica en una serie de rasgos o en una expresión. Y, con
anterioridad a Goya, habría que retrotraerse a aquellos artífices del medioevo que esculpieron las
gárgolas y quimeras de Nôtre Dame y del Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda clase de cosas... y
posiblemente veían también toda clase de cosas, pues la Edad Media pasó por varias fases muy curiosas.
Recuerdo que el año antes de irte le preguntaste a Pickman en cierta ocasión de dónde diablos le venían
semejantes ideas y visiones. ¿No se echó a reír a carcajadas? A aquellas risotadas se debió en parte el
que Reid dejara de hablarle. Reid, como bien sabes, acababa de empezar un curso sobre patología comparada, y utilizaba un vocabulario un tanto engolado al hablar sobre el sentido biológico o evolutivo
de este o aquel síntoma físico o mental. Según me dijo, Pickman le desagradaba más cada día que
pasaba, hasta el punto de que al final llegó casi a asustarle, pues, veía que sus rasgos y expresión
tomaban un cariz que no le gustaba, un cariz que no tenía nada de humano. Hablaba mucho sobre el
régimen alimenticio, y dijo que a su juicio Pickman era un ser anormal y excéntrico en grado sumo.
Supongo que le dirías a Reid, si es que cruzasteis alguna carta al respecto, que se dejó arrebatar los
nervios o atormentar la imaginación por los cuadros de Pickman. Es lo que le dije yo... por aquel
entonces.
Pero convéncete de que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario, mi admiración
por él siguió creciendo, pues su «Demonio necrófago alimentándose» me parecía una auténtica obra
maestra. Como sabes, el club no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como
donación. Por mi parte, puedo añadir que nadie quiso comprarlo, así que Pickman lo guardó en su casa
hasta el día en que se marchó. Ahora está en poder de su padre, en Salem. Como debes saber, Pickman
procede de una antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados murió en la horca en 1692
convicto de brujería.
Adquirí la costumbre de visitar a Pickman con cierta asiduidad, sobre todo desde que me puse a
recoger material para una monografía sobre arte fantasmagórico. Probablemente fuese su obra la que me
metió la idea en la cabeza; en cualquier caso, hallé en él una auténtica mina de datos y sugerencias al
ponerme a redactarla. Me enseñó todos los cuadros y dibujos que tenía, incluso unos bocetos a lápiz y
pluma que habrían provocado , estoy absolutamente convencido, su expulsión del club si los hubieran
visto ciertos socios. Al poco tiempo ya era casi un fanático de su arte, y pasaba horas enteras escuchando
cual un escolar teorías artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas como para
justificar su internamiento en el manicomio de Danvers. La admiración por mi héroe, unida al hecho de
que la gente empezaba a tener cada vez menos trato con él, le hizo mostrarse extremadamente
confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si mantenía la boca bien cerrada y no me hacía el
remilgado, me mostraría algo muy poco corriente, algo que superaba con creces lo que guardaba en casa.
-Hay cosas -dijo-, que no van con Newburg Street, cosas que estarían fuera de lugar y que no
cabe imaginarse aquí. Yo me dedico a captar las emanaciones del alma, y eso es algo que no se
encuentra en las advenedizas y artificiales calles construidas por el hombre. Back Bay no es Boston... en
realidad no es nada todavía, porque aún no ha tenido tiempo de acumular recuerdos y atraerse a los
espíritus locales. En caso de haber fantasmas aquí, serían todo lo más los fantasmas domesticados de
cualquier marisma pantanosa o gruta poco profunda, y lo que yo necesito son fantasmas humanos: los
fantasmas de seres lo bastante refinados como para asomarse al infierno y comprender el significado de
lo visto allí.
»El lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas fueran sinceros,
soportarían los suburbios por eso de que allí se acumulan las tradiciones. Pero, ¡Por Dios! ¿No
comprendes que esos lugares no han sido simplemente construidos sino que han ido creciendo? Allí,
generación tras generación, la gente ha vivido, sentido y muerto, y en tiempos en que no se temía ni
vivir, ni sentir, ni morir. ¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la mitad de las
calles actuales fueron trazadas hacia 1650? Puedo mostrarte casas que llevan en pie dos siglos y medio, e
incluso más; casas que han presenciado lo que bastaría para ver reducida a escombros una casa moderna.
¿Qué sabe el hombre de hoy de la vida y de las fuerzas que se ocultan tras ellas ? Para ti los embrujos de
Salem no pasan de una ilusión, pero me encantaría que mi requetatarabuela pudiera contarte ciertas
cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada santurrona de Cotton Mather . Mather, ¡maldito sea
su nombre!, temía que alguien consiguiera escapar de esta detestable jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien
le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!
»Puedo mostrarte una casa en donde Mather vivió, y otra en la que temía entrar a pesar de todas
sus encantadoras baladronadas. Sabía cosas que no se atrevió a decir en aquel estúpido Magnalia o el no
menos pueril Maravillas del mundo invisible. ¿Sabías que hubo un tiempo en que todo el North End
estaba agujereado por túneles a través de los cuales las casas de ciertas personas se comunicaban entre sí,
y con el camposanto y con el mar? ¡Mucho procesar y mucho perseguir a cielo descubierto! Pero cada
día sucedían cosas que no podían entender y de noche se oían risas que no sabían de donde provenían.
»En ocho de cada diez casas construidas antes de 1700, y sin tocar desde entonces, podría
mostrarte algo extraño en el sótano. Apenas pasa mes que no se oiga hablar de obreros que descubren
galerías y pozos cubiertos de ladrillos, que no conducen a parte alguna, al derribar este o aquel edificio.
Tuviste ocasión de ver uno cerca de Henchman Street desde el ferrocarril elevado el año pasado. Allí
había brujas y lo que sus conjuros convocan; piratas y lo que ellos trajeron del mar; contrabandistas,
corsarios... y puedo asegurarte que en aquellos tiempos la gente sabía cómo vivir y cómo ensanchar los
confines de la vida. Este no era, sin duda, el único mundo que le era dado conocer a un hombre
inteligente y lleno de arrojo ¡quía! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros son tan inocuos que hasta
un club de supuestos artistas se estremece y sufre convulsiones si un cuadro hiere los sentimientos de los
contertulios de un salón de té de Beacon Street.
»Lo único que salva al presente es que su estupidez le impide cuestionar con sumo rigor el
pasado. ¿Qué dicen en realidad los mapas , documentos y guías acerca del North End? ¡Bah! Tonterías.
Así, a primera vista, me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejas y redes de callejuelas al norte
de Prince Street, de cuya existencia no sospechan ni diez seres vivos fuera de los extranjeros que pululan
por ellas. Y ¿qué saben de ellas esos hombres de facciones mediterráneas? No, Thurber, esos antiguos
lugares se encuentran en el mejor de los sueños, rebosan de prodigios, terror y evasiones de lo manido, y
no hay alma humana que los comprenda ni sepa sacar partido de ellos. Mejor dicho, no hay más que
una... pues yo no me he puesto a escarbar en el pasado para nada.
»Escucha, a ti te interesan estas cosas. ¿Y si te dijera que tengo otro estudio allí, donde puedo
captar el espíritu nocturno de antiguos horrores y pintar cosas en las que ni se me hubiera ocurrido
pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a contárselo a esas condenadas mujerzuelas del
club.. empezando por Reid, ¡maldito sea., que va por ahí diciendo cosas tales como que yo soy una
especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en sentido contrario. Sí, Thurber, hace
mucho que decidí que había que pintar el terror de la vida lo mismo que se pinta su belleza, así que me
puse a explorar en lugares donde tenía fundados motivos para saber que en ellos el terror existía.
»Cogí un local que no creo conozcan más de tres hombres nórdicos aparte de mí. No está muy
lejos del elevado, en cuanto a distancia se refiere, pero dista siglos por lo que al alma respecta. Lo que
me impulsó a cogerlo es el extraño y viejo pozo de ladrillo que hay en el sótano, ya sabes, uno de esos
sótanos de los que te he hablado. El antro, pues no cabe otro calificativo, casi no se tiene en pie, por lo
que a nadie se le ocurriría vivir allí, y me avergonzaría decirte lo poco que pago por él. Las ventanas
están entabladas, pero lo prefiero así, pues para mi trabajo no necesito la luz del día. Pinto en el sótano,
donde la inspiración me viene con más facilidad, pero tengo otras habitaciones amuebladas en la planta
baja. El dueño es un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.
»Si te encuentras con ánimos, te llevaré a verlo esta noche. Creo que te gustarán los cuadros
pues, como dije, en ellos he puesto lo mejor de mi expresión artística. El trayecto hasta allí no es largo; a
veces lo hago a pie, pues no quiero llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el
metro en South Station y bajar en Battery Street. Desde allí no hay que andar mucho.
Bueno, Eliot, tras semejante arenga lo único que podía hacer era resistir los deseos de correr en
lugar de andar en busca del primer taxi libre que saliera a nuestro encuentro. Después, cogimos el
elevado en South Station y hacia las doce ya habíamos bajado las escaleras de Battery Street. Luego nos
pusimos a andar a lo largo del viejo muelle de Constitution Wharf. No me fijé en los cruces, por lo que
no sabría decirte dónde torcimos, pero puedo asegurarte que no fue en Greenough Lane.
Al torcer, subimos por un desierto callejón de lo más antiguo y sucio que haya visto jamás, de
tejados desvencijados, con los cristales de las ventanas rotos y arcaicas chimeneas medio derruidas que
se destacaban contra la luz de la luna. No creo que hubiera siquiera tres casas en todo lo que abarcaba la
vista que no estuvieran ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; cuando menos, divisaba dos con un
voladizo, y en cierta ocasión me pareció ver una hilera de tejados con el ya casi olvidado estilo holandés,
aunque los anticuarios dicen que ya no queda ni uno solo en Boston.
Al salir de aquel apenas iluminado callejón, torcimos a la izquierda adentrándonos en otro
igualmente silencioso y aún más estrecho, sin la menor luz, y en un instante me pareció que doblábamos
una curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha. Al cabo de un rato Pickman sacó una linterna y
la enfocó hacia una puerta antediluviana de diez paneles, espeluznantemente roída por la carcoma. Tras
abrirla, mi anfitrión me condujo hasta un vestíbulo vacío en donde en otro tiempo debió haber un
magnífico artesonado de roble oscuro, sencillo, desde luego, pero patéticamente evocador de los tiempos
de Andros, Phipps y la brujería. A continuación, me hizo traspasar una puerta que había a la izquierda,
encendió una lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si me encontrase en mi propia
casa.
Bueno, Eliot, soy uno de esos tipos a los que el hombre de la calle llama con toda justicia
«duro», pero confieso que lo que vi en las paredes de aquella habitación me hizo pasar un mal rato. Eran
los cuadros de Pickman, ya sabes a los que me refiero -aquellos que no podía pintar en Newbury Street y
ni siquiera le dejaron exponerlos allí- y tenía toda la razón cuando dijo que «se le había ido la mano».
Bueno, será mejor que echemos otro trago; lo necesito para contar lo que sigue.
Sería inútil tratar de describirte aquellos cuadros, pues el más horroroso y diabólico horror, la
más increíble repulsión y hediondez moral se desprendían de simples pinceladas imposibles de traducir
en palabras. No había nada en ellos de la técnica exótica característica de Sidney Sime, nada de los
paisajes transplanetarios ni de los hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre.
Los trasfondos eran en su mayoría antiguos cementerios, bosques frondosos, arrecifes marinos, túneles
de ladrillo, antiguas estancias artesonadas o simples criptas de mampostería. El camposanto de Copp’s
Hill, apenas a unas manzanas de la casa, era uno de sus escenarios favoritos.
La demencia y la monstruosidad podían apreciarse en las figuras que se veían en primer
término, pues en el morboso arte de Pickman predominaba el retrato demoníaco. Rara vez aquellas
figuras eran completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban en diverso grado a lo humano.
La mayoría de los cuerpos, si bien toscamente bípedos, tenían una tendencia a inclinarse hacia delante y
un cierto aire canino. La textura de muchos de ellos era de una aspereza bastante desagradable al tacto.
¡Parece como si los estuviera viendo! Se ocupaban en... bueno, no me pidas que entre en detalles. Por lo
general estaban comiendo.. pero será mejor que no diga qué. A veces los mostraba en grupos en
cementerios o pasadizos subterráneos, y a menudo aparecían luchando por la presa o, mejor dicho, el
tesoro descubierto. ¡Y qué expresividad tan genuinamente diabólica sabía en ocasiones infundir Pickman
a los ciegos rostros de tan macabro botín! De cuando en cuando se les veía saltando en plena noche
desde ventanas abiertas, o agazapados sobre el pecho de algún durmiente, al acecho de su garganta. En
un lienzo se veía a un grupo de ellos aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas
demacradas facciones guardaban un extraordinario parecido con las de aquellos seres.
Pero no creas que fueron aquellas horripilantes escenas lo que me hizo perder el sentido. No soy
un niño de tres años y no es, ni mucho menos, la primera vez que veo cosas así. Eran los rostros, Eliot,
aquellos endiablados rostros que miraban de soslayo y parecían querer salir del lienzo como si se les
hubiese inspirado un aliento vital. ¡Dios mío, juraría que estaban vivos! Aquella bruja nauseabunda que
se veía en el lienzo había despertado los fuegos del averno y su escoba era una varita de sembrar
pesadillas. ¡Pásame la garrafa, Eliot!
Había algo llamado «La lección»... ¡Santo cielo, en mala hora lo vería! Escucha, ¡te imaginas un
círculo de inefables seres de aspecto canino agazapados en un cementerio enseñando a un niño a comer
según su usanza? El coste de una presa producto de una suplantación supongo... Ya sabes, el viejo mito
de esos extraños seres que dejan sus vástagos en la cuna en sustitución de las criaturas humanas que
arrebatan. Pickman mostraba en el cuadro lo que les depara la fortuna a los niños así arrebatados, cómo
crecen... cuando justo entonces comencé a ver la espantosa afinidad que había entre los rostros de las
figuras humanas y las no humanas. Por medio de aquellas gradaciones de morbosidad entre lo
resueltamente no humano y lo degradadamente humano trataba de establecer un sardónico nexo
evolutivo: ¡los seres caninos procedían de los mortales!
Y apenas acababa de inquirirme qué hacía con las crías que quedaban con los seres humanos a
modo de trueque, cuando mi mirada tropezó con un cuadro que representaba a la perfección dicha idea.
Se trataba de un antiguo interior puritano: una estancia de gruesas vigas con ventanas de celosía, un largo
banco y un mobiliario del siglo XVII de estilo bastante tosco, con la familia sentada en torno al padre
mientras éste leía las Escrituras. Todos los rostros, salvo uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese
uno reflejaba la burla del averno. Era el rostro de un varón de edad juvenil, sin duda pertenecía a un
supuesto hijo de aquel piadoso padre, pero en realidad era de la parentela de los seres impuros. Era el
niño suplantado... y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman había pintado las facciones de aquel
adolescente de forma que guardaban un extraordinario parecido con las suyas.
Para entonces, Pickman había encendido ya una lámpara en una habitación contigua y,
cortésmente, abrió la puerta para que pasara yo, al tiempo que me preguntaba si quería ver sus «estudios
modernos». Me había sido imposible darle a conocer muchas de mis opiniones -el espanto y la
repugnancia que se apoderaron de mí me dejaron sin habla-, pero creo que comprendió perfectamente
cuáles eran mis sensaciones y se sintió muy halagado. Y ahora quiero que quede bien claro una vez más,
Eliot, que no soy uno de esos alfeñiques que se lanzan a gritar en cuanto ven algo que se aparta lo más
mínimo de lo habitual. Me considero un hombre maduro y con algo de mundo, y supongo que con lo que
viste de mí en Francia te basta para saber que no soy un tipo fácilmente impresionable. Ten presente, por
otro lado, que acababa de recobrar el aliento y de empezar a familiarizarme con aquellos horribles
cuadros que hacían de la Nueva Inglaterra colonial una especie de antesala del infierno. Pues bien, a
pesar de todo ello, la habitación contigua me arrancó un angustioso grito de la garganta, y tuve que
agarrarme al vano de la puerta para no desfallecer. En la otra estancia había un sinfín de engendros y
brujas invadiendo el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en ésta nos traía el horror a las
puertas mismas de nuestra vida cotidiana.
¡Dios mío, qué cosas pintaba aquel hombre! Uno de los lienzos se llamaba «Accidente en el
metro», y en él un tropel de abominables seres surgían de alguna ignota catacumba a través de una grieta
abierta en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y se lanzaban sobre la multitud que
esperaba en el andén. Otro mostraba un baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo
actual. También había unas cuantas vistas de sótanos, con monstruos que se deslizaban furtivamente a
través de agujeros y hendiduras abiertos en la mampostería, haciendo siniestras muecas mientras
permanecían agazapados tras barriles o calderas y aguardaban a que su primera víctima descendiera por
la escalera.
Un horrible lienzo parecía recoger una amplia muestra representativa de Beacon Hill, con
multitudinarios ejércitos de los mefíticos monstruos surgiendo de los escondrijos que acribillaban el
suelo. Había asimismo tratamientos libérrimos de bailes en los cementerios modernos, pero lo que me
impresionó más que nada fue una escena en una ignota cripta, en donde multitud de fieras se
apelotonaban en turno a una de ellas que sostenía entre las manos y leía en voz alta una conocida guía de
Boston. Todas las fieras apuntaban a un determinado pasaje, y todos los rostros parecían contraídos con
una risa tan epiléptica y reverberante que creí incluso oír su diabólico eco. El título del cuadro era
«Holmes, Lowell y Longfellow yacen enterrados en Mount Auburn».
A medida que recobraba el ánimo y me iba acostumbrando a aquella segunda estancia de arte
diabólico y morboso, me puse a analizar algunos aspectos de la repugnancia y aversión que me inspiraba
todo aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me asqueaban porque no eran sino la
más fiel muestra de la total falta de humanidad e insensible crueldad de Pickman. Semejante personaje
debía ser un implacable enemigo de todo el género humano a tenor del regocijo que mostraba por la
tortura carnal y espiritual y la degradación del cuerpo humano. En segundo lugar, lo que me producía
pavor en aquellos cuadros era precisamente su grandeza. Aquel arte era un arte que convencía: al mirar
los cuadros veíamos a los demonios en persona y nos inspiraban miedo. Y lo extraño del caso era que la
subyugante fuerza de Pickman no provenía de una selectividad previa o del cultivo de lo extravagante.
En sus cuadros no había nada de difuso, de distorsionado ni de convencional; los perfiles estaban bien
definidos, y los detalles eran precisos hasta rayar en lo deplorable. ¡Y qué decir de los rostros!
Lo que allí se veía era algo más que la simple interpretación de un artista; era el mismo infierno,
retratado cristalinamente y con la más absoluta fidelidad. Eso es justo lo que era, ¡cielos! Aquel hombre
no tenía nada de imaginativo ni de romántico. Ni siquiera trataba de ofrecernos las agitadas y
multidimensionales instantáneas que nos asaltan en los sueños sino que fría y sardónicamente reflejaba
un mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía plena, brillante, firme y
resueltamente. Sólo Dios sabe lo que podría ser ese mundo o dónde llegó a vislumbrar Pickman las
sacrílegas formas que trotaban, brincaban y se arrastraban por él. Pero, cualquiera que fuese la increíble
fuente en que se inspirasen sus imágenes, una cosa estaba fuera de duda: Pickman era, en todos los
sentidos -tanto a la hora de concebir como de ejecutar-, un concienzudo y casi científico pintor realista.
A continuación bajé tras mi anfitrión a su estudio en el sótano, y me preparé para el asalto de
algo diabólico entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando llegamos al final de la escalera impregnada de
humedad, Pickman enfocó la linterna hacia un rincón del enorme espacio que se abría ante nosotros,
iluminando el brocal circular de ladrillo de lo que debía ser un gran pozo excavado en el terroso suelo.
Nos acercamos y vi que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes
que tendrían un pie de grosor, y estaba unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo, una sólida
construcción del siglo XVII, si no me equivocaba. Aquello, decía Pickman, era un buen ejemplo de lo
que había estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que discurrían bajo la colina. Observé
distraídamente que el pozo no estaba recubierto de ladrillo, y que por toda cubierta tenía un pesado disco
de madera. Pensando en todas las cosas a las que el pozo podía hallarse conectado si las descabelladas
ideas de Pickman eran algo más que mera retórica, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Luego, siempre
yo detrás de él, subimos un escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una amplia estancia,
con un suelo entarimado y amueblada como si fuese un estudio. Una instalación de gas acetileno
suministraba la luz necesaria para poder trabajar.
Los cuadros sin acabar, montados en caballetes o apoyados contra la pared, eran tan
espeluznantes como los que había visto en el piso de arriba, y constituían una buena prueba de la
meticulosidad con que trabajaba el artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las líneas
trazadas a lápiz hablaban por sí solas de la prolija minuciosidad de Pickman al tratar de conseguir la
perspectiva y proporciones exactas. Era todo un gran pintor, y sigo sosteniéndolo hoy aun con todo lo
que sé. Una gran cámara fotográfica que había encima de una mesa me llamó la atención, y al inquirirle
acerca de ella Pickman me dijo que la utilizaba para tomar escenas que le sirvieran luego para el fondo
de sus cuadros, pues así podía pintar a partir de fotografías sin tener que salir del estudio en lugar de ir
cargado con su equipo por toda la ciudad en busca de esta o aquella vista. A juicio suyo, las fotografías
eran tan buenas como cualquier escena o modelo reales para trabajos de larga duración, y, según dijo, las
empleaba habitualmente.
Había algo muy desapacible en los nauseabundos bocetos y en las monstruosidades a medio
terminar que echaban torvas miradas desde cualquier ángulo de la estancia, y cuando Pickman descubrió
súbitamente un gran lienzo que se encontraba lejos de la luz no pude evitar que se me escapara un
estruendoso grito, el segundo que profería aquella noche. Resonó una y otra vez a través de las
mortecinas bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que realizar un tremendo esfuerzo para
contener una histérica carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de real y cuánto de
febril fantasía en todo aquello. ¡Jamás podría imaginarme semejante sueño!
El cuadro representaba un colosal e indescriptible monstruo de centelleantes ojos rojos, que
tenía entre sus huesudas garras algo que debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un
chiquillo chupa un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarle parecía como si en cualquier momento fuera a
soltar su presa en busca de un bocado jugoso. Pero, ¡maldición!, la causa de aquel pánico atroz no era ni
mucho menos aquella diabólica figura, ni aquel rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en
sangre, nariz chata y labios babeantes. No eran tampoco aquellas garras cubiertas de escamas, ni el
cuerpo recubierto de moho, ni los pies semiungulados... no, no era nada de eso, aunque habría bastado
cualquiera de tales notas para volver loco al hombre más pintado.
Era la técnica, Eliot; aquella maldita, implacable y desnaturalizada técnica. Puedo jurar que
jamás había visto plasmado en un lienzo el aliento vital de forma tan real. El monstruo estaba presente
allí -lanzaba feroces miradas, roía y lanzaba feroces miradas-, y entonces pude comprender que sólo una
suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar a un hombre a pintar semejantes seres sin contar con
un modelo, sin haberse asomado a ese mundo inferior que a ningún mortal no vendido al diablo le ha
sido dado ver.
Prendido con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo de papel muy
arrugado; probablemente, pensé, sería una de esas fotografías de las que se sirve Pickman para pintar un
trasfondo no menos horroroso que la pesadilla que se destacaba sobre él. Alargué el brazo para estirarlo
y ver de qué se trataba, cuando de repente Pickman dio un respingo como si le hubieran pinchado. Había
estado escuchando con suma atención desde que mi grito de pavor despertó insólitos ecos en el oscuro
sótano, y ahora parecía estar poseído de un miedo que, si bien no podía compararse con el mío, tenía un
origen más físico que espiritual. Sacó un revólver y me hizo un gesto para que me callara, tras lo cual se
encaminó al sótano principal y cerró la puerta detrás suyo.
Creo que me quedé paralizado por unos instantes. A semejanza de Pickman agucé el oído, y me
pareció oír el leve sonido de alguien que correteaba, seguido de unos alaridos o golpes en una dirección
que no sabría decir. Pensé en gigantescas ratas y sentí que un escalofrío me recorría todo el cuerpo.
Luego se oyó un amortiguado estruendo que me puso la carne de gallina; un sigiloso y vacilante
estruendo, aunque no sé cómo expresarlo en palabras. Parecía como si un gran madero hubiese caído
encima de una superficie de piedra o ladrillo. Madera sobre ladrillo, ¿me sugería algo aquello?
Volvió a oírse el ruido, esta vez más fuerte, seguido de una vibración como si el cuadro cayera
ahora más lejos. A continuación, se oyó un sonido chirriante y agudo, a Pickman farfullando algo en voz
alta y la atronadora descarga de las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente tal como
lo haría un domador de leones para impresionar al público. A renglón seguido, un chillido o graznido
amortiguado, y un fuerte batacazo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el ladrillo, seguidos
de una pausa y de la apertura de la puerta, sonido éste que me produjo, lo confieso, un violento
sobresalto. Pickman reapareció con su arma aún humeante al tiempo que imprecaba a las abotagadas
ratas que infestaban el antiguo pozo.
-El diablo sabrá lo que comen, Thurber -dijo esbozando una irónica sonrisa-, pues esos arcaicos
túneles comunican con cementerios, guaridas de brujas y llegan hasta el mismo litoral. Pero sea lo que
sea, han debido quedarse sin provisiones, pues estaban rabiosas por salir. Tus gritos debieron excitarlas.
Lo mejor será andar con cuidado por estos parajes. Nuestros amigos roedores son el mayor
inconveniente, aunque a veces pienso que con ellos se consigue crear una cierta atmósfera y colorido.
Bueno, Eliot, aquel fue el final de la aventura nocturna. Pickman me había prometido
enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó de aquella maraña de callejas por otra
dirección al parecer, pues cuando vimos la luz de una farola nos hallábamos en una calle que me
resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de pisos y viejas casas entremezcladas. Aquella
calle no era otra que Charter Street, pero yo me encontraba demasiado agitado como para poder
advertirlo. Era ya demasiado tarde para tomar el elevado, así que volvimos andando a lo largo de
Hannover Street. Recuerdo muy bien el paseo. Dimos la vuelta en Tremont y, tras subir por Beacon,
llegamos a la esquina de Joy, en donde nos separamos. Desde entonces no hemos vuelto a vernos más.
¿Por qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame para que nos traigan
café, pues ya hemos tomado bastante de lo otro, y al menos yo necesito beber algo. No... no eran los
cuadros que vi en aquel lugar; aunque juraría que bastaría con ellos para que a Pickman no le permitieran
el acceso en nueve de cada diez hogares y clubs de Boston. Supongo que ahora comprenderás por qué
evito por todos los medios bajar a metros o sótanos. Fue... fue algo que encontré en mi abrigo a la
mañana siguiente. Me refiero al arrugado papel prendido a aquel horripilante lienzo del sótano, aquello
que tomé por una fotografía de alguna vista que Pickman pretendía reproducir a manera de trasfondo
para el monstruo. El último respingo de Pickman se produjo justo cuando iba a desenrollar el papel, y, al
parecer; me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero, bueno, aquí está el café. Te aconsejo que lo tomes
puro, Eliot.
Sí, a aquel papel se debió el que no volviera a ver más a Pickman. Richard Upton Pickman, el
artista más dotado que he conocido... y el más execrable ser que haya traspasado jamás los límites de la
vida para abismarse en las simas del mito y la locura. El viejo Reid tenía razón, Eliot. no puede decirse
que Pickman fuera humano estrictamente hablando. O bien nació bajo una influencia maligna, o dio con
la forma de abrir la puerta prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció... volvió a abismarse en esa
increíble oscuridad que él tanto gustaba frecuentar. Será mejor que encendamos el candelabro.
No me pidas que te explique, o siquiera conjeture, qué es lo que quemé. Tampoco me preguntes
qué había tras esa especie de topo gateador que tan bien se las arregló Pickman para hacer pasar por
ratas. Hay secretos que pueden proceder de los viejos tiempos de Salem, y Cotton Mather cuenta cosas
aún más extrañas. Bien sabes tú cuán endiabladamente expresivos eran los cuadros de Pickman, cómo
todos nos preguntamos más de una vez de dónde podía sacar aquellos rostros.
Bueno... después de todo, aquel papel no era la fotografía de una perspectiva. En él se veía
únicamente el ser monstruoso que estaba pintando en aquel horrible lienzo. Era el modelo en que se
inspiraba... y el trasfondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo lujo de detalle. Por
el amor de Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural.
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