A
raíz de la entrada anterior, de esta nueva película lovecrafiana
ambientada en un submarino BleakSea , recordé un relato del maestro de Providence, siendo unos
de los primeros que pude leer, este relato se llama El Templo.
¿Que
podemos decir de este relato?, fue escrito en 1920 y publicado por
primera ves por la revista Weird
Tales en febrero de 1925, un dato curioso es que este relato fue el
primero que le habían publicado a Lovecraft.
El
Templo narra en forma de bitácora, la historia de Karl Heinrich Graf
von Altberg-Ehrenstein, Capitán de corbeta de la Marina Imperial
Alemana, a mando del submarino U-29, los sucesos que de desembocaron
el hundimiento de esta nave y el
descubrimiento de un templo sumergido habitado por extraños seres.
El Templo
Por H.P. Lovecraft
Yo,
Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la
Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de
agosto de 1917, deposito esta botella y este informe en el océano
Atlántico, en una situación que me es desconocida, pero que
probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud
oeste, donde mi nave yace averiada en el fondo del océano. Llevo
esto a cabo porque es mi deseo dar a la luz pública ciertos hechos
insólitos; dado que seguramente no sobreviviré para entregar en
persona estas noticias, ya que las circunstancias que concurren en
torno a mí son tan amenazadoras como extraordinarias, e incluyen no
sólo la avería fatal del U-29, sino incluso el flaquear de mi
férrea voluntad germánica en una forma de lo más desastrosa.
En
la tarde del 18 de junio, tal y como comunicamos por radio al U-61,
que se dirigía a Kiel, torpedeamos al carguero británico Victory,
que se dirigía de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1G norte y
longitud 28° 34' oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en
sus botes para obtener una buena filmación con destino a los
archivos del Almirantazgo. El barco se hundió de forma bastante
teatral, a pique por la proa, con la popa alzándose sobre las aguas
hasta que todo el casco enfiló perpendicularmente hacia el fondo del
mar. Nuestra cámara no perdió detalle, y me pesa que una película
tan buena no pueda llegar a Berlín. Después hundimos a cañonazos
los botes salvavidas y nos sumergimos.
Cuando
emergimos, al ocaso, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta,
aferrándose de una forma curiosa a la barandilla. El pobre hombre
era joven, bastante moreno y muy agraciado; seguramente griego o
italiano, y con certeza tripulante del Victory. Sin duda había
buscado refugio en la misma nave que se había visto forzada a
destruir la suya... una víctima más de la injusta guerra de
agresión que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la
patria. Nuestros hombres le registraron en busca de recuerdos y
hallaron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente extraña,
tallada en forma de una cabeza juvenil coronada de laureles. El otro
comandante, el teniente' Klenze, creía que aquello era muy antiguo y
de gran valor artístico, por lo que se apropió de ella. Cómo había
podido llegar a las manos de un vulgar marinero era algo que ninguno
de los dos podía imaginar.
Al
arrojar al muerto por la borda tuvieron lugar dos incidentes que
perturbaron grandemente a la tripulación. Los hombres le habían
cerrado los ojos, pero, al desprenderlo de la barandilla, éstos se
abrieron, y muchos sufrieron la extraña ilusión de que miraban
fijamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer, que se hallaban
inclinados sobre el cadáver. El contramaestre Müller, un hombre de
edad al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián
alsaciano, se alteró tanto por la impresión que estuvo observando
el cuerpo en el agua, y jura que, tras sumergirse algo, colocó los
brazos en la posición del nadador y se impulsó bajo las aguas hacia
el sur. Tanto a Klenze como a mí nos desagradaron tales muestras de
ignorancia campesina, y reprendimos severamente a los hombres, sobre
todo a Müller.
Al
día siguiente se creó un verdadero problema debido a la
indisposición de varios miembros de la tripulación. Evidentemente,
se veían aquejados por algún tipo de tensión nerviosa provocada
por nuestro largo periplo, y habían sufrido malos sueños. Varios de
ellos parecían aturdidos y obnubilados; y tras cerciorarme que
ninguno de ellos fingía su debilidad, les relevé de sus funciones.
El mar se hallaba bastante picado, así que bajamos a una profundidad
donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí permanecimos
en una calma relativa, a pesar de la aparición de alguna corriente
misteriosa de rumbo sur que no pudimos encontrar en nuestras cartas.
Los gemidos de los enfermos resultaban positivamente fastidiosos,
pero ya que no parecían desmoralizar al resto de la tripulación,
nos abstuvimos de tomar medidas drásticas. Teníamos la intención
de permanecer en aquella posición e interceptar al buque de línea
Dacia, consignado en la información recibida de nuestros agentes de
Nueva York.
A
primera hora de la tarde salimos a la superficie y descubrimos la mar
menos gruesa. El humo de un buque de guerra flotaba en el horizonte
norte, pero la distancia a la que nos hallábamos y nuestra capacidad
de inmersión nos mantenían a salvo. Lo que más nos preocupaban
eran las habladurías del contramaestre Müller, que se hacían más
estrafalarias al caer la noche. Se hallaba en un estado infantil,
aborrecible, y farfullaba acerca de fantasías sobre cuerpos muertos
flotando al otro lado de las portillas; cuerpos que le miraban
fijamente, y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, había
reconocido por haberlos visto morir durante alguna de nuestras
victoriosas hazañas germánicas. Y decía que su jefe era el joven
hallado y arrojado al mar. Era algo grosero y anómalo, así que
pusimos grilletes a Müller y mandamos que le dieran unos buenos
latigazos. Los hombres no se mostraron muy conformes con tal castigo,
pero la disciplina es fundamental. Incluso rechazamos la petición de
un comité encabezado por el marinero Zimmer, que pedía que la
curiosa cabeza tallada en marfil fuera arrojada al mar.
El
20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído
enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Sentí que no
hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas
alemanas resultan preciosas, pero los constantes desvarío de ambos
acerca de una terrible maldición eran de lo más dañino para la
disciplina, así que hubimos de tomar una decisión severa. La
tripulación encajó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció
apaciguar a Müller, que de ahí en adelante no volvió a dar
problemas. Le liberamos por la tarde y volvió en silencio a sus
ocupaciones.
La
semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, esperando al Dacia.
La tensión creció con la desaparición de Müller y Zimmer, que sin
duda se suicidaron víctimas de los temores que parecían
atormentarlos, aunque nadie los vio en el instante de saltar al mar.
Yo me sentía relativamente contento de librarme de Müller, ya que
aun su silencio había afectado negativamente a la tripulación.
Todos parecían dados ahora al silencio, como albergando secretos
temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno había enloquecido. El
teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier
minucia... como, por ejemplo, un banco de delfines que merodeaba en
número cada vez mayor en torno a U-29, o la creciente intensidad de
esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.
A
la postre se hizo evidente que se nos había escapado completamente
el Dacia. Avatares así no son raros, y nos sentíamos más
complacidos que defraudados, ya que ahora se nos ordenaba regresar a
Wilhelmshaven. El mediodía del 28 de junio arrumbamos al noreste y,
pese a algún enredo bastante cómico con la inaudita masa de
delfines, nos pusimos en marcha.
La
explosión en la sala de máquinas a las dos de la tarde nos pilló
completamente desprevenidos. No se había descubierto ningún defecto
de las máquinas o negligencia de los hombres; pero aun así, sin
previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una
explosión colosal. El teniente Klenze se abalanzó hacia la sala de
máquinas, descubriendo que el depósito de combustible y la mayor
parte de la maquinaria estaba destrozada, asimismo los maquinistas
Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un
instante nuestra situación se había vuelto crítica, ya que aunque
los regeneradores químicos estaban intactos, y aunque podíamos usar
los aparatos para emerger y sumergirnos, y abrir las escotillas
mientras tuviéramos aire comprimido y batería, nos veíamos
incapacitados para propulsarnos o pilotar el submarino. Buscar la
salvación en los botes salvavidas significaba ponernos a nosotros
mismos en manos de enemigos irracionalmente resentidos contra nuestra
gran nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos
desde que, debido al asunto del Victoria, nos pusimos en contacto con
otro U-boat de la Armada Imperial.
Desde
la hora del accidente hasta el 2 de julio derivamos constantemente
hacia el sur, sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los
delfines todavía rodeaban el U-29, una circunstancia digna de
reseñar, habida cuenta de la distancia recorrida. En la mañana
del 2 de julio avistamos un buque de guerra que enarbolaba colores
estadounidenses, y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al
final, el teniente Klenze hubo de usar su arma contra un marinero
llamado Traube que incitaba a tal acto anti germánico con especial
virulencia. Eso apaciguó de momento a la tripulación y nos
sumergimos sin ser avistados.
Durante
la tarde siguiente, una gran bandada de aves marinas llegó desde el
sur y el mar comenzó a tornarse amenazador. Cerrando escotillas,
aguardamos acontecimientos hasta comprender que debíamos sumergirnos
o perecer entre las olas montañosas. La electricidad y la presión
de aire menguaba, e intentábamos evitar cualquier uso innecesario de
nuestros escasos recursos mecánicos; pero en este caso no había
opción. No bajamos demasiado, y cuando la mar se calmó horas más
tarde, decidimos retornar a la superficie. Aquí, no obstante, surgió
un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestra guía,
a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según
cundía el pánico entre los hombres atrapados en esa prisión
submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar contra la imagen de
marfil del teniente Klenze, pero la visión de una pistola automática
les aplacó. Tuvimos ocupados a los pobres diablos tanto como
pudimos, trasteando entre la maquinaria, aunque bien sabíamos que
todo eso era inútil.
Klenze
y yo solíamos turnarnos para dormir, y durante mi periodo de sueño,
sobre las cinco de la mañana M4 de julio, se desató abiertamente el
motín. Los seis cerdos de marineros supervivientes, sospechando que
estábamos perdidos, estallaron bruscamente en una furia maníaca,
motivada por nuestro rechazo a rendirnos dos días antes al buque de
guerra yanqui, y se sumieron en un delirio de improperios y
destrucción. Rugían como los animales que eran, y rompían
indiscriminadamente mobiliario e instrumental, vociferando sobre
insensateces tales como la maldición de la imagen de marfil y el
joven moreno muerto que nos miraba y se alejaba nadando. El teniente
Klenze parecía paralizado e incapaz de respuesta, que es lo que
cabría esperar de un renano blando y afeminado. Maté a los seis
hombres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera
ninguno.
Arrojamos
los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos a solas
en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía en demasía. Yo
estaba dispuesto a seguir con vida tanto como fuera posible,
empleando el generoso depósito de provisiones y el suministro
químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locas payasadas
de aquellos malditos puercos de marineros. Nuestras agujas,
barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos,
por lo que de ahí en adelante cualquier cálculo sería meramente
estimado, basado en nuestros cronómetros, almanaques y la deriva
estimada a juzgar por algunos objetos que podíamos atisbar a través
de las troneras o desde la torreta. Por fortuna teníamos estibadas
baterías capaces aún de largo uso, tanto por alumbrado interior
como para empleo del foco. A menudo barríamos con éste alrededor de
la nave, pero tan sólo veíamos delfines nadando paralelos a nuestro
propio rumbo de deriva. Yo me sentía interesado desde el punto de
vista científico en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus
delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé
durante cerca de dos horas a uno de esos nadadores y no lo vi
abandonar en ningún momento su inmersión.
Con
el tiempo, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos
derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Reparando en la
fauna y flora marinas, leímos mucho al respecto en los libros que yo
me había llevado conmigo para los ratos de ocio. No pude evitar el
observar, no obstante, la deficiente preparación científica de mi
compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a fantasías y
especulaciones sin valor. La inminencia de nuestra muerte le afectaba
de forma curiosa y con frecuencia hablaba arrepentido sobre los
hombres, mujeres y niños que había enviado al fondo, olvidando que
todo eso resulta noble para alguien que sirve al estado alemán. Al
cabo comenzó a desvariar ostensiblemente, observando durante horas
su imagen de marfil y tramando fantásticas historias acerca de cosas
perdidas y olvidadas bajo el mar. A veces, a modo de experimento
psicológico, azuzaba tales desvarío para escuchar sus interminables
citas poéticas y relatos acerca de barcos hundidos. Lo sentía de
veras, ya que aborrezco ver sufrir a un alemán, pero no resultaba
una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso,
sabedor de que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían
educados para ser hombres como yo.
El
9 de agosto vislumbramos el suelo del océano y, con el foco,
lanzamos sobre él un potente rayo. Se trataba de una vasta planicie
ondulante, cubierta en su mayor parte de algas y salpicado por las
conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había fangosos objetos
de formas inquietantes, festoneados de algas e incrustados de
percebes, que Klenze supuso antiguos buques hundidos. Algo lo alteró;
un pico de sólida materia, sobresaliendo del lecho del océano
entorno a un metro, con alrededor de medio metro de ancho, lados
planos y suaves superficies superiores que. convergían en ángulo
sumamente obtuso. Yo dije que aquel pico debía tratarse de un
afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber visto tallas en su
superficie. Tras un momento comenzó a temblar y apartó la vista
como si tuviese miedo, aunque sin dar otra explicación de que se
sentía sobrecogido ante las dimensiones, oscuridad, lejanía,
antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su cerebro estaba
fatigado, pero yo soy siempre un alemán y no tardé en advertir dos
cosas; una que el U-29 aguantaba admirablemente la presión del mar,
y otra que los peculiares delfines seguían en torno nuestro, incluso
a una profundidad donde la mayoría de los naturalistas consideran
imposible la vida para organismo superiores. Parecía evidente que yo
había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estábamos lo
bastante abajo como para que aquel fenómeno resultara notable.
Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el
suelo del océano, era más o menos la estimada mediante los
organismos con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A
las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze
enloqueció completamente. Había estado en la torreta usando el
reflector, antes de precipitarse en la biblioteca, donde yo estaba
leyendo, y su rostro lo traicionó instantáneamente.
-¡Él
nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo oigo! ¡Tenemos que acudir!
-mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió
en el bolsillo y atenazó mi brazo en un intentó por arrastrarme
escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento comprendí que
pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi compañía al
exterior, una extravagancia suicida y asesina para la que yo no
estaba preparado. Cuando retrocedí y traté de apaciguarlo se volvió
aún más violento.
-Vamos
ahora... no esperemos mas; es mejor arrepentirse y lograr el perdón
que desafiar y ser condenado.
Entonces
yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco
de atar. Pero él se mantuvo inconmovible y gritaba:
-¡Si
estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se apiaden del hombre
que en su contumacia permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y
enloquece ahora que él aún nos llama benevolentemente!
Aquel
exabrupto pareció aliviar una presión en su mente, ya que al
terminar se tornó más comedido, pidiéndome que le dejase ir solo
en caso de no querer acompañarle. Mi obligación resultaba clara.
Era un alemán, pero tan sólo un renano y un plebeyo, y ahora se
había convertido en un loco potencialmente peligroso. Accediendo a
su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más
bien amenaza que compañía. Le pedí que me cediera la imagen de
marfil antes de marcharse, pero tal petición despertó en él una
hilaridad tan desaforada que no me atreví a insistir. Entonces le
pregunté si deseaba dejar algún recuerdo o un mechón de cabello
con destino a su familia en Alemania, por si se daba el caso de que
yo fuera rescatado, pero de nuevo prorrumpió en esa extraña risa.
Así que mientras él subía la escalerilla, yo acudí a las palancas
y, guardando el pertinente intervalo, accioné la maquinaria que le
envió a la muerte. Cerciorándome luego de que no se hallaba a
bordo, dirigí el foco alrededor tratando de lograr un postrer
vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había
aplastado, tal y como debiera teóricamente haber ocurrido, o si por
el contrario el cuerpo no había sido afectado, tal y como sucedía
con aquellos extraordinarios delfines. No logré, de todos modos,
localizar a mi finado compañero, ya que los delfines se apelotonaban
en gran número en torno a la torreta.
Esa
tarde lamenté no haber cogido subrepticiamente la imagen de marfil
del bolsillo del pobre Klenze en el momento en que me dejó, ya que
el recuerdo de aquélla me fascinaba. Aun cuando no soy de
temperamento artístico, no podía olvidar la cabeza hermosa,
juvenil, con su corona de hojas. Sentía bastante no tener con quien
conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho
mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo
llegaría exactamente el fin. Desde luego, tenía muy pocas
posibilidades de ser rescatado.
Al
día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de
costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era similar al de
los cuatro días que habíamos tardado en alcanzar el fondo, pero
noté que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba
el rayo por el sur, advertí que el suelo oceánico a proa tomaba un
pronunciado declive y en algunos sitios aparecían bloques de piedra
curiosamente regulares, dispuesto como respondiendo a alguna
planificación. La nave no bajaba paralela al fondo oceánico, por lo
que me vi obligado a ajustar el foco para lograr un haz lo más
estrecho posible. Debido a la rapidez del cambio se desconectó un
cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo
reparaba; pero al fin la luz se proyectó, inundando el valle marino
que tenía debajo.
No
soy dado a emociones de ninguna especie, pero mi asombro fue
mayúsculo al contemplar lo que había desvelado el resplandor
eléctrico. Y sin embargo, estando empapado de la mejor cultura
prusiana, no debí asombrarme, ya que la geología y la tradición
nos hablan sobre tremendas conmociones en áreas oceánicas y
continentales. Lo que yo vi resultaba una extensa y elaborada
panorámica de edificios en ruinas, todos construidos en una
arquitectura magnífica aunque inclasificable, y en diversos
estadíos de conservación. La mayor parte parecía de mármol,
resplandeciendo blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano
general resultaba el de una gran ciudad al fondo de un valle angosto,
con gran número de templos y villas diseminados por las escarpadas
laderas. Los tejados estaban caídos y las columnas rotas, pero aún
conservaban un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada
podía opacar.
Enfrentado
al fin con esa Atlántida que yo previamente consideraba un mito
total, ahora era el más ávido de los exploradores. Alguna vez hubo
un río en el fondo de ese valle, ya que mientras examinaba con más
detenimiento el lugar, pude ver restos de puentes y diques de piedra
y mármol, así como terrazas y terraplenes que una vez fueran verdes
y gratos. En mi entusiasmo me volví casi tan tonto como el pobre
Klenze y tardé un rato en advertir que la corriente de rumbo sur
había por fin cesado, permitiendo al U-29 bajar lentamente sobre la
ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad
en las tierras emergidas. También tardé en percatarme de que el
banco de insólitos delfines se había esfumado.
En
un par de horas la nave fue a descansar sobre una plaza pavimentada
cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía ver toda la
ciudad descendiendo desde la plaza a la antigua orilla del río; al
otro lado, en una sobrecogedora proximidad, descubrí la fachada
ricamente ornamentada y en perfecto estado de conservación de un
gran edificio, sin duda un templo excavado en roca viva. Tan sólo
puedo conjeturar sobre la factura originaria de esa titánica
construcción. La fachada, de inmensas dimensiones, cubre
aparentemente una gran oquedad, ya que sus ventanas son multitud y
están dispuestas por todos lados. En el centro bosteza un gran
pórtico, al que se accede mediante una imponente escalinata, y se
halla circundado por exquisitas tallas, semejantes a escenas de
bacanales en relieve. Ante ellos se encuentran grandes columnas y
frisos, ambos decorados con esculturas de belleza inexplicable,
obviamente representando idílicas escenas pastorales y procesiones
de sacerdotes y sacerdotisas portando extraños objetos ceremoniales
en honor de un dios radiante. El arte es de la más asombrosa
perfección, con concepciones impregnadas de helenismo, aunque
curiosamente particulares. Emana una sensación de antigüedad
tremenda, como si se tratase del más remoto y no del más cercano
antecesor del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle
de este masivo edificio fue labrado en la roca viva de nuestro
planeta en la ladera de la colina. Es evidentemente parte de la
muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior alguna
vez excavado no puedo ni imaginarlo. Quizás su núcleo estuviese
formado por una caverna o por una serie de ellas. Ni la edad ni su
estado sumergido han corroído la prístina belleza de este
sobrecogedor templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy, tras
miles de años, reposa con todo su lustre e inviolado y en la noche y
el silencio sin fin del abismo oceánico.
No
puedo precisar el número de horas empleadas en la observación de la
ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas y puentes, y el
templo colosal repleto de belleza y misterio. Aunque sabía a la
muerte próxima, me consumía la curiosidad, y paseaba alrededor el
rayo del proyector en ansiosa búsqueda. El haz de luz me permitió
llegar a conocer multitud de detalles, pero no pudo mostrarme nada
más allá de la puerta tras la bostezante entrada al templo abierto
en la roca, y al cabo del tiempo corté la corriente, sabedor de que
necesitaba ahorrar energía. Los rayos resultaban ahora
perceptiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas
de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos iba en
aumento, como aguzado por la creciente atenuación de la luz. ¡Yo,
un alemán, debía ser el primero en adentrarme en aquellos caminos
olvidados por el tiempo!
Extraje
y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal
articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire.
Aunque resultaría problemático manipular a solas las dobles
escotillas, me creía capaz de sobrepasar cualquier obstáculo
gracias a mi capacidad científica, y caminar realmente en persona
por la ciudad muerta.
El
16 de agosto efectué una salida del U-29 y me abrí paso
dificultosamente a través de las calles llenas de ruinas y fango
hacia el antiguo río. No descubrí esqueletos ni restos humanos,
pero recogí un tesoro de saber arqueológico en forma de esculturas
y monedas. De todo esto no puedo hablar ahora, excepto para proclamar
mi temor ante una cultura que se hallaba en la cúspide de la gloria
cuando los cavernícolas vagaban por Europa y el Nilo corría
inexplorado hacia el mar. Otros, de la mano de este manuscrito, si
finalmente llega a ser encontrado, podrán desvelar misterios que yo
tan sólo alcanzo a vislumbrar. Volví a la nave cuando mis baterías
eléctricas comenzaron a flaquear, resuelto a explorar el templo de
piedra al día siguiente. El 17, cuando mi impulso de penetrar en el
misterio del templo se hacía más y más acuciante, sufrí una
enorme decepción, ya que descubrí que los materiales
necesarios para recargar la luz portátil habían resultado
destruidos durante el motín de aquellos puercos en julio. Mi
indignación no conoció límites, aunque mi sensatez alemana me
precavía contra aventurarme sin medios en un interior completamente
a oscuras que podía resultar la madriguera de cualquier indecible
monstruo marino o un laberinto de corredores de entre cuyos recovecos
nunca lograría salir. Todo cuanto podía hacer era volver el
vacilante foco del U-29 y a su luz subir los peldaños del templo y
estudiar las tallas exteriores. El haz de luz entraba por la puerta
en ángulo ascendente, y yo escudriñé esperando atisbar algo, pero
todo fue en vano. Ni siquiera el techo era visible, y aunque subí un
peldaño o dos hacia el interior tras probar con un bastón el suelo,
no me atreví a continuar. Además, por primera vez en mi vida
experimenté esa emoción llamada miedo. Comencé a comprender cómo
se habían desatado algunos de los estados de ánimo del pobre
Klenze, ya que mientras el templo parecía reclamarme más y más,
empecé a temer sus acuosos abismos con creciente terror ciego. De
vuelta al submarino, apagué las luces y me senté a meditar en la
oscuridad. Debía preservar ahora la electricidad para las
emergencias.
El
sábado 18 lo pasé en total oscuridad, atormentado por pensamientos
y recuerdos que amenazaban con vencer mi germánica voluntad. Klenze
se había vuelto loco y había muerto antes de alcanzar ese siniestro
resto de un pasado inconcebiblemente remoto, y me había instado a
marchar con él. ¿Había, en efecto, preservado el Destino mi razón
sólo para arrastrarme irremisiblemente a un fin más temible e
inconcebible de lo que cualquier hombre pudiera soñar? Claramente,
mis nervios estaban sometidos a una gran tensión, y yo debía
librarme de esas aprensiones propias de un hombre más débil.
No
pude dormir durante la noche del sábado y encendí las luces sin
pensar en el porvenir. Resultaba deplorable que la electricidad no
fuese a durar tanto como el aire y las provisiones. Retomé mis ideas
de suicidio y revisé mi pistola automática. Hacía la mañana debí
dormirme con las luces encendidas, ya que cuando desperté ayer en la
oscuridad fue para encontrarme con las baterías agotadas. Encendí
varias cerillas, una tras otra, y lamenté desesperado la imprevisión
que me había llevado a malgastar las pocas velas que portábamos.
Tras apagarse la última vela que me atreví a gastar, me senté en
completa inmovilidad, sin luces. Mientras reflexionaba sobre el
inevitable fin, mi cabeza volvía a los sucesos previos, y caí en
algo hasta ahora inadvertido que hubiera hecho temblar a un hombre
más débil y supersticioso. La cabeza del dios radiante de las
esculturas del templo de piedra es la misma que la de la pieza
tallada en marfil que tenía el marinero recogido del mar y que el
pobre Klenze se llevó de vuelta consigo al mar.
Me
sentía un poco estremecido ante tal coincidencia, pero no aterrado.
Tan sólo el pensador de inferior categoría se apresura a explicar
lo singular y lo complicado mediante el primitivo atajo hacia lo
sobrenatural. La coincidencia resultaba extraña, pero yo estaba
demasiado hecho al raciocinio como para conectar circunstancias que
no admitían un nexo lógico, o asociar de alguna extraordinaria
manera los desastrosos sucesos que me habían llevado desde el asunto
del Victoria a mi estado actual. Sintiéndome necesitado de sueño,
tomé un sedante y me aseguré un poco más de sueño. Mi estado
nervioso quedó de manifiesto en mis sueños, ya que creí escuchar
gritos de gente ahogándose y ver rostros muertos apretujados contra
las troneras de la nave. Y entre esos rostros muertos se encontraba
el semblante vivo, burlón, del joven de la imagen de marfil.
Debo
cuidar las anotaciones que registran mi despertar de hoy, ya que
estoy trastornado y debe haber gran cantidad de alucinación
entremezclada con los hechos. Mi caso resulta de lo más interesante
desde el punto de vista psicológico, y lamento no poder ser sometido
a observación por parte de la autoridad alemana competente. Al abrir
los ojos mi primera sensación fue la de un invencible deseo de
visitar el templo de piedra, un ansia que crecía a cada instante,
aunque automáticamente yo trataba de resistirme mediante las
emociones de miedo que obraban en contra. Luego tuve la impresión de
una luz en medio de aquella oscuridad causada por las baterías
consumidas, y creí ver una especie de resplandor fosforescente en el
agua a través del portillo que se abría hacia el templo. Eso
despertó mi curiosidad, ya que yo no sabía de ningún organismo
abisal capaz de emitir tal luminiscencia. Pero antes de poder
investigar me llegó una tercera impresión que, a causa de su
irracionalidad, me provoca serias dudas sobre la objetividad que
cualquier cosa que puedan registrar mis sentidos. Era una ilusión
aural, una sensación de sones rítmicos y melodiosos, como una
especie de cántico o himno coral salvaje, aunque agradable.
Convencido de mi aberración psicológica y nerviosa, encendí
algunas cerillas y tomé una exorbitante cantidad de solución de
bromuro sódico, que pareció calmarme hasta el punto de disipar la
ilusión de sonido. Pero persistía la fosforescencia y tuve
dificultades para contener el pueril impulso de acercarme a la
portilla y buscar su fuente. Resultaba horriblemente real y pronto
pude descubrir con su ayuda los objetos familiares que me rodeaban,
así como el vaso vacío del bromuro sódico, del que no tenía ni
previa impresión visual ni idea sobre su posición actual. Esta
última circunstancia me hizo reflexionar y crucé la estancia para
tocar el vaso. Se hallaba en efecto en el lugar donde me parecía
verlo. Ahora ya sabía que la luz era lo bastante real o parte de una
alucinación tan fija y persistente que no podía esperar que se
esfumase, así que abandonando toda reticencia subí a la torreta
para buscar la fuente luminosa. ¿Sería quizás otro U-boat,
brindándome una posibilidad de rescate?
Es
comprensible que el lector no acepte nada de cuanto sigue como verdad
objetiva, ya que los hechos suponen una transgresión de la ley
natural, siendo necesariamente creaciones subjetivas e irreales de mi
mente trastornada. Cuando llegué a la torreta, descubrí que el mar
estaba en un estado muy apartado de la luminosidad que yo esperaba.
No había fosforescencia animal o vegetal en las cercanías, y la
ciudad, bajando hasta el río, resultaba invisible en la oscuridad.
Lo que vi no era espectacular, ni grotesco o terrorífico, pero
ahuyentó el último vestigio de confianza en mi propio raciocinio,
ya que la puerta del templo submarino abierto en la colina rocosa se
veía brillantemente alumbrada con un resplandor titilante, como el
de una gran llama ceremonial encendida en sus profundidades.
Los
sucesos posteriores resultan caóticos. Mientras contemplaba las
puertas y ventanas tan extraordinariamente iluminadas, comencé a
sufrir las más extravagantes visiones... visiones tan extravagantes
que no me atrevo ni aun a consignarlas. Creí discernir objetos en el
templo -objetos tanto estáticos como en movimiento-, y me pareció
escuchar de nuevo el irreal cántico que flotaba a mi alrededor al
despertar. Y por encima de todo se alzaban pensamientos e imágenes
centrados en el joven del mar y la imagen marfileña cuya talla se
veía duplicada en los frisos y columnas del templo que tenía ante
los ojos. Pensé en el pobre Klenze, y me pregunté si su cuerpo
descansaría con la imagen que se llevó al mar. Él me había
prevenido contra algo y yo no le había prestado atención... ya que
era un palurdo renano que se volvía loco ante problemas que un
prusiano era capaz de afrontar sin dificultad.
El
resto es muy sencillo. Mi impulso de ir y penetrar el templo se ha
convertido ahora en una orden imperiosa e inexplicable que ya no
puedo desobedecer. Mi propia voluntad germánica no basta ya para
controlar mis actos, y la elección, en adelante, tan sólo será
posible en asuntos menores. Tal locura es la que condujo a Menze a la
muerte, acudiendo a cabeza descubierta y sin protección al océano;
pero yo soy un prusiano y un hombre cabal, y utilizaré hasta el fin
la poca voluntad que me resta. Al comprender que debía marcharme,
preparé escafandra, casco y regenerador de aire para un uso
inmediato, y al instante comencé a escribir esta crónica apresurada
con la esperanza de que algún día pueda llegar al mundo. Guardaré
el manuscrito en una botella y la confiaré al mar al abandonar para
siempre el U-29.
No
tengo miedo de nada, ni siquiera de las profecías del enloquecido
Klenze. Lo que he visto no puede ser real, y sé que este trastorno
de mi propia voluntad tan sólo puede llevarme a la muerte por
asfixia una vez se me agote el aire. La luz del templo es una
completa ilusión y moriré sosegadamente, como un alemán, en las
oscuras y olvidadas profundidades. Esa risa demoníaca que escucho
mientras escribo procede únicamente de mi propio cerebro debilitado.
Así que me colocaré meticulosamente la escafandra y ascenderé
resuelto los peldaños que conducen a ese santuario primigenio, ese
silencioso enigma de la aguas insondadas y los años olvidados.