¿Que es el Horror Cósmico?
Definir este terror es entrar a una parte de la realidad vedada a la humanidad, en la cual los hombres deambulamos a ciegas por el frió vacío estelar, a bordo de está pequeña roca que es la Tierra y prisioneros a sus caprichosos vaivenes. Ignorantes de aquellos horrores extraterrestres, que acechan más allá de los confines del tiempo-espacio, o de esas monstruosas deidades, oscuras personificaciones de un extraño Universo tan retorcido e inhóspito para nosotros.
"...seres rosados de unos cinco pies de largo, con
cuerpos revestidos de un caparazón provisto de grandes aletas dorsales o alas
membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una especie de
intrincada forma elipsoide, cubierta con infinidad de antenáculos, en el lugar
en que normalmente se encontraría la cabeza." (...) "...una especie
de grandes cangrejos de color rojizo, con muchos pares de patas y dos grandes
alas como de murciélago en medio del lomo. Unas veces caminaban sobre todas sus
patas y otras solamente sobre el par trasero, utilizando las restantes para
transportar grandes objetos de naturaleza desconocida."
—H.P. Lovecraft, El que susurra en la oscuridad
La presencia de los Mi-Go
no ha pasado desapercibida para los hombres, las distintas culturas del mundo
han recogido los diversos encuentros entre nuestra especie y estos extraños
seres extraterrestres, asimilándolo luego dentro de nuestros folclores, leyendas
y mitos. Ejemplos de esto, lo podemos encontrar a miles, desde los griegos que
los identificaban con los Kallikantzaroi, mientras que en la India se los
conocía como los semidioses llamados Nagas y en el Himalaya, las leyendas
tibetanas se referencia a ellos, curiosamente como Migou. Se los encontraba habitualmente
en las cordilleras más inaccesibles del Himalaya y que usaban las pieles de
animales para ocultar su apariencia, siendo hostiles a las personas. Estos
mismos relatos con el tiempo degeneraron en claras confusiones entre los Migou
con la criatura mítica de esos parajes como son los Yetis, pero los más sabios
conocían la naturaleza no-terrestre de estas criaturas y cuyos orígenes se
pierden en galaxias lejanas, más allá del contínuum espacio-tiempo
einsteiniano.
Lo cierto es que los Mi-Go
se han propagado en “nuestro” sistema solar, sin que nosotros lo supiéramos. Su
búsqueda de minerales raros como el tok'l, una de las bases de su tecnología,
le han hecho colonizar algunas lunas y planetas incluido la Tierra, localizando
su principal colonia, en un helado mundo, ubicado en el borde exterior del
sistema solar, conocido por estos alienígenas como Yuggoth.
La localización de Yuggoth
sigue siendo un misterio para los astrónomos, las teorías más extendidas
proponen que Yuggoth no sería otro que el planeta enano Plutón, mientras que
los astrónomos más osados afirman que Yuggoth sería un planeta transneptuniano,
de gran tamaño aún por descubrir, que sería el culpable de la irregularidades
encontradas en la órbita de Neptuno y desde principios del siglo XX se busca
sin éxito. Sea como fuere, aquellos que entre delirios pudieron vislumbrar este
terrorífico cuerpo celeste lo describen como:
En Yuggoth hay inmensas ciudades... interminables hileras de
torres construidas en terrazas de piedra negra, como la muestra que traté de
enviarle. Procedía de Yuggoth. La luz del sol no es más fuerte que la de una
estrella, pero los seres no precisan luz. Poseen otros sentidos más sutiles, y
en sus mansiones y templos no hay ventanas. La luz incluso les hiere, molesta y
entorpece sus movimientos, pues no existe la menor traza de ella en el oscuro
cosmos allende el tiempo y
el espacio del que son originarios. Bastaría una visita a
Yuggoth para volver loco a un hombre débil... pero yo voy a ir allá.
Los ríos negros de alquitrán que discurren bajo esos
misteriosos puentes ciclópeos.obra de una antigua raza.extinguida y olvidada antes de que los seres llegaran a Yuggoth procedentes de los últimos vacíos, debieran bastar
para hacer un Dante o un Poe de cualquier hombre.., si conserva el
juicio el tiempo suficiente para contar lo que ha visto.
Algunos manuscritos antiguos estimas que los Mi-Go llegaron
a la tierra en la época Jurásica, hace aproximadamente 160 millones de años,
llegando desde Yuggoth, con la intención de extraer minerales y encontrando una
fuerte oposición con los Antiguos, otra raza alienígena que ya habitaban la
Tierra millones de años antes que estos invasores. Llegando así a un
enfrentamiento contra los Mi-Go en el espacio. Los combates posteriores entre
ambas razas desembocan un firme control de los Mi-Go sobre el norte globo, algunos
afirman que estas batallas quedaron registradas en el poema épico hinduista
Ramaiana, donde los dioses guerreaban en el cielo con extraordinarios
artefactos voladores… el intentado ahondar en esto, pero la gran mayoría de
escritos se han perdido a lo lardo del tiempo.
Las pocas autopsias que se
pudieron hacer al cuerpo de un Mi-Go, ya
que al morir sus cuerpos suelen disolverse al cabo de las horas, revelaron que
estos seres no pertenecen al reino animal como cabría esperar, sino más bien a
la familia de los fungí. Está singularidad se marca aún más al examinar a nivel
subatómico, vemos que con la materia con la que están hechos estas criaturas,
no pertenecen a nada que hayamos visto en este planeta. La anatomía de los
Mi-Go se asemeja a la de los insectos o los crustáceos, con una altura de 6
pies (1,82 m aproximadamente), con múltiples patas con pinzas, alas membranosas
con las que les permite volar, incluso pudiendo desplazarse en el vació del
espacio, y una cabeza ovalada que cambia constantemente de color que le permite
comunicarse entre sí.
Sobre la memoria de los
“Hongos de Yuggoth”, la forma en la que almacenan la información y sus
recuerdos, sólo podemos calificarla como aberrante para los humanos. Los Mi-go
eliminan de su mente toda aquella información que no es necesaria, dejando lo
imprescindible para sus objetivos inmediatos, está técnica les es útil para evitar
cualquier información irrelevante para sus propósitos, pero por culpa de la
misma, mucha información sobre su historia se ha perdido en el proceso. Una
hipótesis se ha gestado a raíz está peculiar forma de procesos memonicos en los
Mi-Go y es por uno de los artefactos más extraños creados por ellos, que es el
Cilindro Cerebral. Este máquina de neuro-cirugía extrema, permite transportar
un cerebro previamente extraído de un ser vivo, manteniendo todas sus
actividades cognitivas, la posibilidad el cerebro a interactuar a través de
unos censores con otros seres en ese estado. Incluso se han dado casos de que
los Mi-Go han extraído cerebros de algunas personas y luego transportaron por
el espacio a otros planetas y a otras dimensiones.
Creo que tales artefactos
fueron creados para transportar los cerebros de los mismos Mi-Go de un lado a
otro, para ser injertados en cualquier miembro de la colmena, de esta forma
funcionaría como un sistema de almacenamiento de información biológico, como si
de un disco duro extraíble se tratase y donde los Mi-Go van recolectando estos
“datos” en algún archivador de memoria a gran escala. Es más, me aventuraría a
decir que la versatilidad y la resistencia de los cuerpos de los Mi-Go a
temperaturas extremas, al vacío estelar y a las distintas radiaciones que
existen en ese entorno, no es fruto de algún largos proceso darwiniano de
selección, sino es obra de ingeniería genética. Pienso que en una época
pretérita ya olvidada, esta raza poseía otros cuerpos y la necesidad que los impulso
a desplazarse a otros mundos, les llevo a desechar sus antiguas carcasas,
sustituyéndolas por estas forma grotescas, al ser más útiles en sus cometidos.
Esta es una mera especulación, meros delirios de una mente ya perturbada.
Lo que tenemos claro es
que la tecnología de los Mi-Go están miles de años por delante de la nuestra,
siendo una amalgama de ciencia y metafísica, usando el oscuro conocimiento
sobre los Dioses Exteriores, que adoran fervientemente, para generar su
tecnología. Sabemos que ellos fueron los creadores de artefactos tan poderosos
como el Trapezoide Resplandeciente, un objeto que controla a una entidad
conocida como el Morador de la Oscuridad, uno de los avatares del dios
Nyarlathotep y que a partir de una Semilla de Azathoth, crearon a Ghadamon, un
Primigenio en estado larvario, un acto antinatural totalmente. Dentro de las deidades
abominables que los Mi-Go profesan su culto, encontramos como no podía ser, la
del dios exterior Nyarlathotep como a la diosa Shub-Niggurath y Yog-Sothoth. En algún
blasfemos pergamino se dice que “Aquel que no debe ser nombrado” desprecia a
los Mi-Go, he insta a sus sectarios que eliminen cualquier presencia de estas
criaturas cazándolas y exterminarlas, ignoramos cual es el motivo de esto, pero
se cree que vendría de un conflicto entre los Mi-Go y los Primigenios, la cual
motivo que los Hongos decidieran migrar a nuestro sistema solar.
Los Mi-Go, han encontrado
en nuestra especie, una insana curiosidad, utilizando a los hombres como sus
cobayas para sus extraños experimentos. Algunos apuntan que los Mi-Go ven a la
humanidad como un serio competidor de recursos y una posible amenaza a largo
plazo. Esto ha llevado que estas criaturas a infiltrarse entre nosotros, tanto
ocupando puestos estratégicos dentro de nuestras sociedades como estando detrás
de la gran avalancha de casos de abducciones que se han constatado a lo largo
del tiempo, que erróneamente los ufólogos las atribuyen a los seres llamado
“Grises”. Es más, algunos investigadores afirman que estos grises son solo una
mera mascara utilizada por los Mi-Go para ocultar su presencia, insertando
falsos recuerdos en sus víctimas para poder experimentar en ellas.
En otro
ámbito los Hongos de Yuggoth también contribuyendo a la creación de ciertas tecnológicas
que solo nos conduce a una entropía mental, un aborregamiento sistemático de la
humanidad. Las evidencias apuntan a que ellos fueron los que impulsaron la
creación de la televisión y ahora actualmente están detrás de la gran mayoría de
Redes Sociales, esto solo sirve para evitar cualquier avance que nos permita
como especie despertar de este letardo existencialista que vivimos, y por fin
ser consiente de nuestra realidad… que realmente somos prisioneros en este
mundo, miembros de una granja humana, atrapados como animales de corral a
merced de insondables y horrendas fuerzas inhumanas, que nos controlan y nos
vigilan con oscuras intenciones que no logramos discernir...
Fuentes:
La llamada de Cthulhu, El juego de Rol, por La Factoría de
ideas.
Mi-go, Wikipedia y similares.
Enciclopedia de los Mitos de Cthulhu de Daniel Harms.
Ya más de 210.000 visitas han pasado desde que Horror
Cósmico abrió sus puertas... 210.000 visiones de estos horrores gorgoteantes que
habitan en los profundos abismos de este humilde blog.
Como siempre..... ¡¡¡¡Gracias!!!!… Muchísimas gracias a todos ustedes por estar
ahí.
Año nuevo… entrada nueva, que mejor forma de retomar esta
actividad del blog con un relato del maestro, trayéndoles uno de mis relatos favoritos,
donde veremos a dios exterior beneficiándose a una joven para luego engendrar
uno par de hijos uno más feo que otro, además de la ignominiosa presencia del Necronomicon.
Claro que sí… ya lo abras adivinado… es El horror de Dunwich.
El horror de Dunwich es un relato escrito por Lovecraft en
1928 y que luego fue publicado en abril del siguiente año en la mítica revista
Weird Tales, se menciona que el editor de esta publicación Farnsworth Wright, califico
a este relato como “tan diabólico” que no se atrevieron a imprimirlo en su
momento. Sin embargo Wright, se hizo con él, enviándole a Lovecraft un cheque
por valor $ 240 (unos $ 2.800 actualmente), el mayor pago que se había realizado
en la época por una única obra de ficción hasta ese momento.
Algunos estudiosos de Lovecraft apuntan que el nombre de
Dunwich se habría inspirado en la ciudad de Greenwich, mientras la inspiración de
las colinas que aparecen en el relato, serían las Wilbraham Mountain, que están
ubicadas cerca de Wilbraham. Las inspiraciones literarias que Lovecraft uso
para este relato vienen de Arthur Machen, en especial en “El gran dios
Pan” que aparece mencionado en este relato y de “El Sello Negro”. En ambos
relatos Machen hace referencia a individuos que en cuya agónica muerte revelan
que son sólo mitad humanos en su paternidad. En menor medida podemos
encontrar algunos retazos de otros autores como puede ser Anthony M. Rud y su
obra “Ooze”, de “El Wendigo” Algernon Blackwood y de “La cosa maldita” de
Ambrose Bierce.
A lo que se refiere de los Mitos de Cthulhu, aunque la
primera mención de Yog-Sothoth fue en El caso de Charles Dexter Ward, fue en El
horror de Dunwich donde presento a esta entidad como una deidad exterior extra-dimensional.
También el Necronomicon toma un papel importante en la trama.
Existen varias adaptaciones de este relato, desde un drama radiofónico
de 1945 en la que participo el ganador del Oscar Ronald Colman como Henry
Armitage, hasta una versión fílmica muy recordada por los fan de 1970,
protagonizada por Dean Stockwell como Wilbur Whateley, Ed
Begley como Henry Armitage y Sandra Dee.
Hay otra versión fílmica pero
esta vez de la mano de Syfy protagonizada nuevamente por Dean Stockwell pero
en esta haciendo el papel Dr. Henry Armitage, además de nuestro querido Jeffrey
Combs como Wilbur Whately y dirigida por Leigh de Scott.
La HP Lovecraft Historical Society también adapto en 2008 en
un audio drama llamado “Dark Adventure Radio Theatre: The Dunwich Horror”,
pequeña curiosidad... en esta obra al hermano gemelo de Whateley se le llama “Yog
Whateley”.
También se ha adaptado El horror de Dunwich en comics, la versión
más recordada es una publicada en el 2011 por IDW Publishing, una serie
limitada de cuatro números, galardonada por Bram Stoker Award, tanto el autor Joe
R. Lansdale como el artista Peter Bergting.
Pues nada gente… espero que les haya gustado este pequeño
repaso a este relato y sin más preámbulos aquí les dejo la obra.
El Horror de Dunwich
Por H. P. Lovecraft
I
Cuando el que viaja por el norte de la región central de
Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de
Aylesbury nada más pasar Dean's Corners, verá que se adentra en una extraña y
apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de
piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de
tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente
grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez
vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son
muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del
camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y
ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las
arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde
puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son
tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un
recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento
de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se
divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren
la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como
para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse
recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados
por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.
El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una profundidad
incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen excesivas
garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se atraviesan
terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda repulsión, y hasta
llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando, al ponerse el sol,
invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos, y las luciérnagas,
en anormal profusión, se aprestan a danzar al ritmo bronco y atrozmente
monótono del horrísono croar de los sapos. Las angostas y resplandecientes
aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma
serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas
entre las que nace.
A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus
frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las
vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía
que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay
camino que permita eludirlas. Pasado un puente cubierto puede verse un
pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada
a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de
techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período
arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no
resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están
desiertas y medio derruidas y que la iglesia - con el chapitel quebrado -
alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la
aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor,
pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil
que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle
principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos.
Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto
camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende
una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la
carretera de Aylesbury. Una vez allí, es posible que el viajero se entere de
que ha pasado por Dunwich.
Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos en el pueblo
todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han desaparecido del
camino. No obstante ser una región de singular belleza, según los cánones
estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes. Hace dos
siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de brujerías,
cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas
razones para evitar el paso por la localidad.
Pero en los racionales tiempos que corren - silenciado el horror que se desató
sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del
pueblo y del mundo - la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué
razón. Quizá el motivo de ello radique - aunque no puede aplicarse a los
forasteros desinformados - en que los naturales de Dunwich se han degradado de
forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan
común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich
han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales
de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es
increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a
perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos
de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los
dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha
logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque
numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida
plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio da origen de su
desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus
primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez
regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto
ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.
Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el
reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas
leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que
invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en
forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos
contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las
montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su
ministerio en la iglesia congregacionalista de Dunwich, predicó un memorable
sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea
en el que, entre otras cosas, dijo:
No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un infernal
cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar negarlos.
Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy
saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y
hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de
las potencias infernales detrás de mi casa.
Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían
proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de
recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al
diablo penetrar.
No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el
reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien sigue
conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año en que
no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de las
montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a
geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los
círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres montañosas y a entes
etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo
de los grandes barrancos, mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en
función del Devil's Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen
ni árboles, ni matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del
lugar tienen un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la
legión de chotacabras que puebla la comarca.
Afirman que tales pájaros son psicopompos que están al acecho de las almas de
los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con la
jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el
momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y
prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se
sumen poco a poco en el silencio.
Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea en ellas,
pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un pueblo increíblemente viejo,
mucho más que cualquier otro en treinta millas a la redonda. Al sur aún pueden
verse las paredes del sótano y la chimenea de la antiquísima casa de los
Bishop, construida con anterioridad a 1700 en tanto que las ruinas del molino
que hay en la cascada, construido en 1806, constituyen la pieza arquitectónica
más reciente de la localidad. La industria no arraigó en Dunwich y el
movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta duración en la localidad.
Con todo, lo más antiguo son las grandes circunferencias de columnas de piedra
toscamente labradas que hay en las cumbres montañosas, pero esta obra se
atribuye por lo general más a los indios que a los colonos. Restos de cráneos y
huesos humanos, hallados en el interior de dichos círculos y en torno a la gran
roca en forma de mesa de Sentinel Hill, apoyan la creencia de que tales lugares
fueron en otras épocas enterramientos de los indios pocumtuk, aun cuando
numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan disparatada
teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.
II
Fue en el término municipal de Dunwich, en una granja grande
y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a cuatro millas del
pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de febrero de
1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se recuerda porque
era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich curiosamente observan
bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos que se oyeron en la
montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que no cesaron de ladrar
en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello tenga menos
importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada de los
Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto deforme y
sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio enloquecido
padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos rumores sobre
actos de brujería.
Lavinia Whateley no tenía marido conocido, pero siguiendo la costumbre de la
comarca no hizo nada por repudiar al niño, y en cuanto a la paternidad del
recién nacido la gente pudo - y así lo hizo - especular a su gusto. La madre
estaba extrañamente orgullosa de aquella criatura de tez morena y facciones de
chivo que tanto contrastaba con su enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de
albina, y cuentan que se la oyó susurrar multitud de extrañas profecías sobre
las extraordinarias facultades de que estaba dotado el niño y el impresionante
futuro que le aguardaba.
Lavinia era muy capaz de decir tales cosas, pues de siempre había sido una
criatura solitaria a quien encantaba correr por las montañas cuando se
desataban atronadoras tormentas y que gustaba de leer los voluminosos y añejos
libros que su padre había heredado tras dos siglos de existencia de los
Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos de puro viejos y apolillados.
En su vida había ido a la escuela, pero sabía de memoria multitud de fragmentos
inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo Whateley le había
enseñado. De siempre habían temido los vecinos de la localidad la solitaria
granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y la inexplicable muerte
violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas contaba doce años no
contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre solitaria y aislada en
medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de entregarse a visiones
alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares ocupaciones. Su tiempo
libre apenas se veía reducido por los cuidados domésticos en una casa en que ni
los menores principios de orden y limpieza se observaban desde hacía tiempo.
La noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito espantoso, que retumbó incluso
por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros, pero,
que se sepa, ni médico ni comadrona alguna estuvieron presentes en su llegada
al mundo. Los vecinos no supieron nada del parto hasta pasada una semana, en
que el viejo Whateley recorrió en su trineo el nevado camino que separaba su
casa de Dunwich y se puso a hablar de forma incoherente al grupo de aldeanos
reunidos en la tienda de Osborn.
Parecía como si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un
elemento subrepticio nuevo se hubiese introducido m su obnubilado cerebro
transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era
persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con
todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su
hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado
años después por quienes entonces escucharon sus palabras.
- Me trae sin cuidado lo que piense la gente. Si el hijo de Lavinia se parece a
su padre, será bien distinto de cuanto puede esperarse. No hay razones para
creer que no hay otra gente que la que se ve por estos aledaños.
Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de vosotros ni siquiera sois
capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan buen marido como el mejor que
pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supierais la mitad de cosas
que yo sé no desearíais mejor casamiento por la iglesia ni aquí ni en ninguna
otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis todos al hijo de
Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.
Las únicas personas que vieron a Wilbur durante el primer mes de su vida fueron
el viejo Zechariah Whateley, de la rama aún no degenerada de los Whateley, y
Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde hacía años Earl Sawyer. La visita
de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las historias que contó confirmaron
sus observaciones, en tanto que Zechariah fue por allí a llevar un par de vacas
de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado a su hijo Curtis.
Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado
vacuno por parte de la familia del pequeño Wilbur que no finalizaría hasta 1928
- es decir, el año en que el horror se abatió sobre Dunwich -, pero en ningún
momento dio la impresión de que el destartalado establo de Whateley estuviese
lleno hasta rebosar de ganado. A ello siguió un período en que la curiosidad de
ciertos vecinos de Dunwich les llevó a subir a escondidas hasta los pastos y
contar las cabezas de ganado que pacían precariamente en la empinada ladera
justo por encima de la vieja granja, y jamás pudieron contar más de diez o doce
anémicos y casi exangües ejemplares. Debía ser una plaga o enfermedad,
originada quizá en los insalubres pastos o transmitida por algún hongo o madera
contaminados del inmundo establo, lo que producía tan crecida mortalidad entre
el ganado de Whateley. Extrañas heridas o llagas, semejantes a incisiones,
parecían cebarse en las vacas que podían verse paciendo por aquellos contornos
y una o dos veces en el curso de los primeros meses de la vida de Wilbur
algunas personas que fueron a visitar a los Whateley creyeron ver llagas
similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y en la de su
desaliñada y desgreñada hija albina.
En la primavera que siguió al nacimiento de Wilbur, Lavinia reanudó sus
habituales correrías por las montañas, llevando en sus desproporcionados brazos
a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley
remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió hacer el menor comentario
sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, visible de un día para otro.
La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres
meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa
en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales
mostraban una contención y una ponderación harto singulares en una criatura de
su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a
andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían
desaparecido por completo. Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos los
Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel
Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de
un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores
a raíz de que Silas Bishop - de la rama no degradada de los Bishop - dijese
haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante
de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas.
Silas andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le
había llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las
dos figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban
sigilosamente por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó
ver que iban enteramente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del
todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una
especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color
oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en
estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier
desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su
contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente
marcado, algo que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se
abatió sobre Dunwich.
Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía
mención de que el "rapaz negro de Lavinia" había comenzado a hablar,
cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era impresionante, tanto porque
se diferenciaba de los acentos normales que se oían en la región como por la
ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos niños de tres y cuatro
años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía a hablar parecía
expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los vecinos de
Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las sencillas
expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga relación con el
tono o con los órganos vocales productores de los sonidos silábicos. Sus
facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez, pues si bien
tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz, firme y
precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos - grandes, oscuros y
de rasgos latinos -, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una
inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero,
rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos
labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus
orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia
él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto
sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado
de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a
pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de
piedras y con un gran libro abierto entre sus manos. Los perros se enfurecían
ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que continuamente se veía
obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.
III
Entre tanto, el viejo Whateley siguió comprando ganado sin
que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo, taló madera y se
puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la casa, un
espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada posterior
totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta entonces, las
tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja habían bastado para
albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún una fuerza prodigiosa
para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque a veces murmuraba
cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería demostraba que
conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner
un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos,
entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las
obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en
posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en
un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala
restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya
era una locura.
Ya se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación en la planta
baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que varios visitantes
pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta superior herméticamente
cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación del nieto
con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las cuales fue colocando, poco a
poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y
los fragmentos sueltos de libros que hasta entonces habían estado amontonados
de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.
- Me han sido muy útiles - decía Whateley mientras trataba de pegar una página
suelta de caracteres góticos con una cola preparada en el herrumbroso horno de
la cocina -, pero estoy seguro de que el chico sabrá sacar mejor provecho de
ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones posibles, pues todos van a
servirle para su educación.
Cuando Wilbur contaba un año y siete meses - esto es, en septiembre de 1914- su
estatura y, en general, las cosas que hacía se salían por completo de lo
normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años, hablaba con fluidez y
demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien despierta.
Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su madre en sus
correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar los
extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo, mientras el
viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio reinante de
muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya habían concluido las
obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se preguntaban por qué
habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas del piso superior en
una maciza puerta entablada. Se trataba de la última ventana abuhardillada en
la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la ladera montañosa, y
nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido una sólida rampa de
madera para subir hasta ella. Para cuando las obras estaban a punto de concluir
la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos, herméticamente cerrado
y con las ventanas cubiertas por tablones desde el nacimiento de Wilbur, volvió
a quedar abandonado. La puerta estaba siempre abierta de par en par, y cuando
Earl Sawyer un día se adentró en su interior, con ocasión de una visita al
viejo Whateley relacionada con la venta de ganado, se extrañó enormemente del
apestoso olor que se respiraba en el cobertizo; un hedor - según diría
posteriormente - que no guardaba parecido con nada conocido salvo con el olor
que se percibía en las inmediaciones de los círculos indios de la montaña, y
que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero también es cierto que
las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se caracterizaron
precisamente por sus buenos olores.
No hay nada digno de destacar en los meses que siguieron, salvo que todo el
mundo juraba percibir un ligero pero constante aumento de los misteriosos
ruidos que salían de la montaña. La víspera del primero de mayo de 1915 se
dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta los vecinos de Aylesbury
pudieron percibirlos, y unos meses después, en la Víspera de Todos los Santos,
se produjo un fragor subterráneo asombrosamente sincronizado con una serie de
llamaradas -"ya están otra vez los Whateley con sus brujerías",
decían los vecinos de Dunwich - en la cima de Sentinel Hill. Wilbur seguía
creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de que al cumplir cuatro años
parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente, sin ayuda alguna, pero se
había vuelto mucho más reservado.
Su semblante denotaba un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a
hablar del incipiente aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se
ponía a musitar en una jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas
melodías que hacían estremecer a quienes las escuchaban invadiéndoles un
indecible terror. La aversión que mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes
comentarios, hasta el punto de verse obligado a llevar siempre una pistola
encima para evitar ser atacado en sus correrías a través del campo. Y, claro
está, su utilización del arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a
granjearle la simpatía de los dueños de perros guardianes.
Las pocas visitas que acudían a la casa de los Whateley encontraban con harta
frecuencia a Lavinia sola en la planta baja, mientras se oían extraños gritos y
pisadas en el entablado piso superior. Jamás dijo Lavinia qué podrían estar
haciendo su padre y el muchacho allá arriba, aunque en cierta ocasión en que un
jovial pescadero intentó abrir la atrancada puerta que daba a la escalera
empalideció y un pánico cerval se dibujó en su rostro. El pescadero contó luego
en la tienda de Dunwich que le pareció oír el pataleo de un caballo en el piso
superior. Los dientes que en aquel momento se encontraban en la tienda pensaron
al instante en la puerta, en la rampa y en el ganado que con tal celeridad
desaparecía, estremeciéndose al recordar las historias de los años mozos del
viejo Whateley y las extrañas cosas que profiere la tierra cuando se sacrifica
un ternero en un momento propicio a ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo
podía advertirse que los perros temían y detestaban la finca de los Whateley
con igual furia que anteriormente habían demostrado hacia la persona de Wilbur.
En 1917 estalló la guerra, y el juez de paz Sawyer Whateley, en su condición de
presidente de la junta de reclutamiento local, tuvo grandes dificultades para
lograr constituir el contingente de jóvenes físicamente aptos de Dunwich que
habían de acudir al campamento de instrucción. El gobierno, alarmado ante los
síntomas de degradación de los habitantes de la comarca, envió varios
funcionarios y especialistas médicos para que investigaran las causas, los
cuales llevaron a cabo una encuesta que aún recuerdan los lectores de diarios
de Nueva Inglaterra. La publicidad que se dio en torno a la investigación puso
a algunos periodistas sobre la pista de los Whateley, y llevó a las ediciones
dominicales del Boston Globe y del Arkham Advertiser a publicar artículos
sensacionalistas sobre la precocidad de Wilbur, la magia negra del viejo
Whateley, las estanterías repletas de extraños volúmenes, el segundo piso
herméticamente cerrado de la antigua granja, el misterio que rodeaba a la
comarca entera y los ruidos que se oían en la montaña. Wilbur contaba por
entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el aspecto de un muchacho de
quince. Su labio superior y mejillas estaban cubiertos de un vello áspero y
oscuro, y su voz había comenzado ya a enronquecer.
Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca de los Whateley acompañado de un grupo
de periodistas y fotógrafos, llamándoles su atención hacia la extraña fetidez que
salía de la planta superior. Según dijo, era exactamente igual que el olor
reinante en el abandonado cobertizo donde se guardaban los aperos una vez
finalizadas las obras de reconstrucción, y muy semejante a los débiles olores
que creyó percibir a veces en las proximidades del círculo de piedra de la
montaña. Los vecinos de Dunwich leyeron las historias sobre los Whateley al
verlas publicadas en los periódicos, y no pudieron menos de sonreírse ante los
crasos errores que contenían. Se preguntaban, asimismo, por qué los periodistas
atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo Whateley pagase siempre
al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro. Los Whateley recibieron a
sus visitantes con mal disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer
violenta resistencia o a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que
dieran mayor publicidad al caso.
IV
Durante toda una década la historia de los Whateley se
mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad patológicamente
enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña conducta y se había vuelto
insensible a sus orgiásticas celebraciones de la Víspera de mayo y de Todos los
Santos. Dos veces al año los Whateley encendían hogueras en la cima de Sentinel
Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña se reproducía con violencia
cada vez más inusitada; y tampoco era raro que tuviesen lugar acontecimientos
extraños y portentosos en su solitaria granja en cualquier otra fecha del año.
Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír ruidos en la cerrada planta alta,
incluso en momentos en que todos los miembros de la familia estaban abajo, y se
preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los Whateley una vaca o un ternero.
Se hablaba incluso de denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales,
pero al final no se hizo nada pues los vecinos de Dunwich no tenían ninguna
gana de que el mundo exterior reparase en ellos.
Hacia 1923, siendo Wilbur Un muchacho de diez años y con una inteligencia, voz,
estatura y barba que le daban todo el aspecto de una persona ya madura, se
inició una segunda etapa de obras de carpintería en la vieja finca de los
Whateley. Las obras tenían lugar en la cerrada planta superior, y por los
trozos de madera sobrante que se veían por el suelo la gente dedujo que el
joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la tarima
del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el tejado
rematado en pico. Asimismo habían demolido la gran chimenea central e instalado
en el herrumbroso espacio que quedó al descubierto una endeble cañería de
hojalata con salida al exterior.
En la primavera que siguió a las obras el viejo Whateley advirtió el crecido
número de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían por
las noches a chillar bajo su ventana. Whateley atribuyó a la presencia de tales
pájaros un significado especial y un día dijo en la tienda de Osborn que creía
cercano su fin.
- Ahora chirrían al ritmo de mi respiración - dijo -, así que deben estar ya al
acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que pronto va a abandonarme y no
quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabréis si lo consiguieron o no.
Caso de conseguirlo, no cesarán de chirriar y proferir risotadas hasta el
amanecer, de lo contrario se callarán. Los espero a ellos y a las almas que
atrapan pues si quieren mi alma les va a costar lo suyo.
En la noche de la fiesta de la Recolección de la Cosecha de 1924, el doctor
Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, que se
había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad reinante, en el único
caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible
al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró
al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardíaco y una respiración
estertórea que presagiaban un final inminente.
La deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían
junto al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por
encima de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de
chapoteo u oleaje rítmico, algo así como de las olas en una playa de aguas
remansadas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor
griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa:
una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje
diabólicamente sincronizado con los entrecortados estertores del agonizante
anciano. Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y lo monstruoso, pensó
el doctor Houghton, que al igual que el resto de los vecinos de la comarca
había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en respuesta a la
llamada urgente que se le había hecho.
Hacia la una de la noche el viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo
que cesaban sus estertores, balbuceo algunas entrecortadas palabras a su nieto.
- Más espacio, Willy, necesita más espacio y cuanto antes. Tú creces, pero eso
aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par
a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 75l de la
edición completa, y luego préndele fuego a la prisión. El fuego de la tierra no
puede quemarlo.
No había duda, el viejo Whateley estaba loco de remate. Tras una pausa durante
la cual la bandada de chotacabras que había fuera sincronizó sus chirridos al
nuevo ritmo jadeante de la respiración del anciano y pudieron oírse extraños
ruidos que venían de algún remoto lugar en las montañas, aún tuvo fuerzas para
pronunciar una o dos frases más.
- No dejes de alimentarlo, Willy y ten presente la cantidad en todo momento.
Pero no dejes que crezca demasiado deprisa para el lugar, pues si revienta en
pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos
los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá pueden hacer que se reproduzca
y surta efecto... Sólo ellos, los ancianos que quieren volver...
Pero tras las últimas palabras volvieron a reproducirse los estertores del
viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso grito al ver cómo a griterío que
armaban los chotacabras cambiaba para adaptarse al nuevo ritmo de la
respiración. No hubo ningún cambio durante una hora, al cabo de la cual la
garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El doctor Houghton cerró los
párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la
barahúnda que armaban los pájaros remitía por momentos hasta acabar cayendo en
el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que Wilbur se
echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó el débil fragor de la montaña.
- No han conseguido atrapar su alma - susurró Wilbur con su potente voz de
bajo.
Por entonces, Wilbur era ya un estudioso de impresionante erudición - si bien a
su parcial manera -, y empezaba a ser conocido por la correspondencia que
mantenía con numerosos bibliotecarios de remotos lugares en donde se guardaban
libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le
detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por la desaparición de ciertos
jóvenes que todas las sospechas hacían confluir, difusamente, en el umbral de
su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las investigaciones ya
fuese mediante el recurso a la intimidación o echando mano del caudal de
antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su abuelo, salían de
forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de cabezas de ganado.
Daba toda la impresión de ser una persona madura, y su estatura, una vez
alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que fuese a seguir
aumentando sin límite. En 1925, con ocasión de una visita que le hizo un
corresponsal suyo de la Universidad de Miskatonic, que salió de la reunión que
sostuvieron lívido y desconcertado, medía ya sus buenos seis pies y tres
cuartos.
Con el paso de los años, Wilbur fue tratando a su semideforme y albina madre
con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a prohibirle que le acompañase a
las montañas en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los santos. En
1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que su hijo le inspiraba
miedo.
- Sé multitud de cosas acerca de él que me gustaría poder contarte, Mamie - le
dijo un día -, pero últimamente pasan muchas cosas que incluso yo ignoro. Juro
por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni lo que trata de hacer.
En la Víspera de Todos los Santos de aquel año, los ruidos de la montaña
resonaron con un inusitado furor, y al igual que todos los años pudo verse el
resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel Hill. Pero la gente prestó
más atención a los rítmicos chirridos de enormes bandadas de chotacabras -
extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban - que
parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada
la medianoche sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal
barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y hasta el amanecer no cesaron en
su ensordecedor griterío. Seguidamente, desaparecieron, dirigiéndose
apresuradamente hacia el sur, donde llegaron con un mes de retraso sobre la
fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo nadie lo sabría con certeza
hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche no murió nadie en
toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada Lavinia Whateley,
la deforme y albina madre de Wilbur.
En el verano de 1927, Wilbur reparó dos cobertizos que había en el corral y
comenzó a trasladar a ellos sus libros y efectos personales. Al poco tiempo,
Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que en la granja de los Whateley habían
vuelto a emprenderse obras de carpintería. Wilbur se aprestaba a tapar todas
las puertas y ventanas de la planta baja, y daba la impresión de que estuviese
tirando todos los tabiques, tal como su abuelo y él hicieran en la planta superior
cuatro años atrás. Se había instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer
tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la localidad
sospechaba , que sabía algo acerca de la desaparición de su madre, y eran muy
pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los
Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y
nada indicaba que fuese a dejar de crecer.
V
Aquel invierno trajo consigo el nada desdeñable
acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de Dunwich. Pese
a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca Widener de
Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de
Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos
sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían
resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre, acabó por desplazarse en
persona - andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido
dialecto que hablaba - a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic,
la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando
una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo
de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en Arkham en busca del
temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad
de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred,
en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás
hasta entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a
Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario.
Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la
entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado
furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba
atado.
Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero incompleto, ejemplar de la versión
inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su abuelo le había legado, y nada más
le permitieron acceder al ejemplar en latín se puso a cotejar los dos textos
con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones
defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su
propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con
buenos modales al bibliotecario - Henry Armitage, hombre de gran erudición y
licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la
Universidad de Johns Hopkins -, que en cierta ocasión había acudido a visitarle
a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas.
Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica
que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las discrepancias,
repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de su localización,
sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la fórmula por la que
finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró involuntariamente por encima del
hombro de Wilbur a las páginas por las que estaba abierto el libro; la que se
veía a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda una
retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:
"Tampoco debe pensarse - rezaba el texto que Armitage fue traduciendo
mentalmente - que el hombre es el más antiguo o el último de los dueños de la
tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y alma se pasea sola por el
universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los Ancianos serán. No en los
espacios que conocemos, sino entre ello. Se pasean serenos y primigenios en
esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog- Sothoth conoce la
puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la
puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog- Sothoth. El sabe por
dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a hacerlo cuando
llegue la ocasión. El sabe qué regiones de la tierra hollaron, dónde siguen hoy
hollando y por qué nadie puede verlos en su avance. Los hombres perciben a
veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser humano puede ver
Su semblante, salvo únicamente a través de las facciones de los hombres engendrados
por Ellos, y son de las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde
la mismísima imagen del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia
que son Ellos. Se pasean inadvertidos y pestilentes por los solitarios lugares
donde se pronunciaron las Palabras y se profirieron los Rituales en su debido
momento. Sus voces hacen tremolar el viento y Sus conciencias trepidar la
tierra. Doblegan bosques enteros y aplastan ciudades, pero jamás bosque o
ciudad alguna ha visto la mano destructora. Kadath los ha conocido en los
páramos helados, pero ¿quién conoce a Kadath? En el glacial desierto del Sur y
en las sumergidas islas del Océano se levantan piedras en las que se ve grabado
Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o la torre secularmente
cerrada y recubierta de algas y moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero
sólo difusamente puede reconocerlos. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su insano olor
Los conoceréis. Su mano os aprieta las gargantas pero ni aun así Los veis, y Su
morada es una misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que
abre la puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde
antes regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre.
Tras el verano el invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y
confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra."
Al asociar el Dr. Armitage lo que leía con lo que había oído hablar de Dunwich
y de sus misteriosas apariciones, y de la lúgubre y horrible aureola que
rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un nacimiento en circunstancias más
que extrañas hasta una fundada sospecha de matricidio, sintió como si le
sacudiera una oleada de temor tan tangible como pudiera serlo cualquier
corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba.
Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel
libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo
parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia
y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de
la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la
cabeza y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en
unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.
- Mr. Armitage - dijo - me temo que voy a tener que llevarme el libro a casa.
En él se habla de cosas que tengo que experimentar bajo ciertas condiciones que
no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no dejármelo sacar alegando
cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego, señor, déjeme llevármelo a
casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que decirle tengo que lo
trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi versión de Dee en la
forma en que...
Se interrumpió al ver la resuelta expresión negativa dibujada en la cara del
bibliotecario, y al punto sus facciones de chivo adquirieron un aire de
astucia. Armitage, cuando estaba ya a punto de decirle que podía sacar copia de
cuanto precisara, pensó de repente en las consecuencias que podrían originarse
de semejante contravención y se echó atrás. Era una responsabilidad demasiado
grande entregar a aquella monstruosa criatura la llave de acceso a tan
tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley, al ver el cariz que tomaban las
cosas, trató de poner la mejor cara posible.
-¡Bueno! ¡qué le vamos a hacer si se pone así! A ver si en Harvard no son tan
picajosos y hay más suerte. Y sin decir una sola palabra más se levantó y salió
de la biblioteca, debiendo agachar la cabeza por cada puerta que pasaba.
Armitage pudo oír el tremendo aullido del gran perro que había en la entrada y,
a través de la ventana, observó las zancadas de gorila de Whateley mientras
cruzaba el pequeño trozo de campus que podía divisarse desde la biblioteca. Le
vinieron a la memoria las espantosas historias que habían llegado a sus oídos y
recordó lo que se decía en las ediciones dominicales del Advertiser, así como
las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de Dunwich
durante su visita a la localidad.
Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra - o, al
menos, no de la tierra tridimensional que conocemos - corrían por los barrancos
de Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres.
Hacía tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la
inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un
prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua, y hasta entonces
aletargada, pesadilla.
Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón
en su sitio, pero un atroz e inidentificable hedor seguía impregnando aún toda
la estancia. "Por su insano olor los conoceréis", citó.
Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres años
le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus siniestras
facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los rumores que
corrían por el pueblo sobre su paternidad.
-¿Incestuoso vástago? - Armitage murmuró casi en voz para sus adentros - ¡Dios
mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y
creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich!
Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o no de esta tierra
tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el día de la
Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912, fecha en
que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron
hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror
engendrado el día de la Invención de la Cruz se había abatido sobre el mundo en
forma de carne y hueso semihumanos? Durante las semanas que siguieron, Armitage
estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley
y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich. Se puso en
contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al viejo
Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando detenidamente sobre las
últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba el médico. Una nueva
visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen
del Necronomicón - en concreto, de las páginas que con tanta avidez había
buscado Wilbur - pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza,
métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía difusamente
sobre la tierra. Las conversaciones sostenidas en Boston con varios estudiosos
de saberes arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de
los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de
Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó
sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A medida que se
acercaba el verano creía cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir
la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior del
Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos por
el nombre de Wilbur Whateley.
VI
El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar entre la fiesta de
la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo el Dr. Armitage
uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo. Había oído hablar
del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y de sus
desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba
en la biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard. Pero todos sus
esfuerzos fueron vanos, pues Armitage había puesto en estado de alerta a todos
los bibliotecarios que tenían a su cargo la custodia de un ejemplar del arcano
volumen. Wilbur se había mostrado asombrosamente nervioso en Cambridge; estaba
ansioso por conseguir el libro y no menos por regresar a casa, como si temiera
las consecuencias de una larga ausencia.
A primeros de agosto se produjo el cuasi esperado acontecimiento. En la
madrugada del tercer día de dicho mes el Dr. Armitage fue despertado bruscamente
por los desgarradores y feroces ladridos del imponente perro guardián que había
a la entrada del recinto universitario. Los estridentes y terribles gruñidos
alternaban con desgarradores aullidos y ladridos, como si el perro se hubiese
vuelto rabioso; los ruidos iban en continuo aumento, pero entrecortados,
dejando entre sí pausas terriblemente significativas. Al poco, se oyó un
pavoroso grito de una garganta totalmente desconocida, un grito que despertó a
no menos de la mitad de cuantos dormían a aquellas horas en Arkham y que en lo
sucesivo les asaltaría continuamente en sus sueños, un grito que no podía
proceder de ningún ser nacido en la tierra o morador de ella.
Armitage se puso rápidamente algo de ropa por encima y echó a correr por los
paseos y jardines hasta llegar a los edificios universitarios, donde pudo ver
que otros se le habían adelantado. Aún se oían los retumbantes ecos de la
alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz de la luna se divisaba una ventana
abierta de par en par mostrando las abismales tinieblas que encerraba.
Quienquiera que hubiese intentado entrar había logrado su propósito, pues los
ladridos y gritos - que pronto acabarían confundiéndose en una sorda profusión
de aullidos y gemidos - procedían indudablemente del interior del edificio. Un
sexto sentido le hizo entrever a Armitage que cuanto allí sucedía no era algo
que pudieran contemplar ojos sensibles y, con gesto autoritario, mandó
retroceder a la muchedumbre allí congregada al tiempo que abría la puerta del
vestíbulo. Entre los allí reunidos vio al profesor Warren Rice y al Dr. Francis
Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho partícipes de algunas de sus
conjeturas y temores, y con la mano les hizo una señal para que le siguiesen al
interior. Los sonidos que de allí salían habían remitido casi por completo,
salvo los monótonos gruñidos del perro; pero Armitage dio un brusco respingo al
advertir entre la maleza un ruidoso coro de chotacabras que había comenzado a
entonar sus endiabladamente rítmicos chirridos, como si marchasen al unísono
con los últimos estertores de un ser agonizante.
En el edificio entero reinaba un insoportable hedor que le resultaba harto
familiar a Armitage, quien, en compañía de los dos profesores, se lanzó
corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de lectura de temas
genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio de unos segundos,
nadie se atrevió a encender la luz, hasta que Armitage, armándose de valor, dio
al interruptor. Uno de los tres hombres - cuál, no se sabe - profirió un
estridente alarido ante lo que se veía tendido en el suelo entre un revoltijo
de mesas y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que durante unos instantes
perdió el sentido, si bien sus piernas no flaquearon ni llegó a caerse al
suelo.
En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento entre amarillento
y verdoso y de una viscosidad bituminosa, medio recostado yacía un ser de casi
nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y algunos
trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos
espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al abominable compás de los
estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera
de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de
zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana se veía una mochila de lona
vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central
había un revólver en el suelo, con un cartucho percutado pero sin pólvora que
posteriormente serviría para explicar por qué no había sido disparado. No
obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un momento cualquier otra
imagen que pudiera haber en la estancia. Sería harto trillado y no del todo
cierto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, pero ya sería menos
erróneo decir que no podría visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas
acerca de la fisonomía y el perfil en general estuviesen demasiado apegadas a
las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las tres dimensiones
conocidas. No cabía duda de que en parte se trataba de una criatura humana, con
manos y cabeza de hombre, en tanto su rostro chotuno y sin mentón llevaba el
inconfundible sello de los Whateley. Pero el torso y las extremidades
inferiores tenían una forma teratológicamente monstruosa. Sólo gracias a una
holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado o
erradicado de su superficie.
Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre
el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas del perro, tenía el
correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un
color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba vagamente la escamosa piel
de ciertas especies de serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de
todo el cuerpo era la parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda
semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que
cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje
negro, y del abdomen brotaban un montón de largo tentáculos, entre grises y
verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían
las veces de boca.
Su disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna
geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En
cada cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo
que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar
el rabo le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo,
con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o
garganta sin desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las
cubría, guardaban cierto parecido con las extremidades de los gigantescos
saurios que poblaban la tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en
unas carnosidades surcadas de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando
respiraba, el rabo y los tentáculos mudaban rítmicamente de color, como si
obedecieran a alguna causa circulatoria característica de su verdoso tinte no
humano, mientras que el rabo tenía un color amarillento que alternaba con otro
blanco grisáceo, de repugnante aspecto, en los espacios que quedaban entre los
anillos de color violeta. De sangre no había ni rastro, sólo el fétido y
purulento líquido verdoso amarillento que corría por el piso más allá del
pringoso círculo, dejando tras de sí una curiosa y descolorida mancha.
La presencia de los tres hombres debió despertar al moribundo ser allí
postrado, que se puso a balbucir sin siquiera volver ni levantar la cabeza.
Armitage no recogió por escrito los sonidos que profería, pero afirma
categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés. Al principio las
sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún lenguaje conocido de la
tierra, pero ya hacia el final articuló unos incoherentes fragmentos que,
evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro cuya búsqueda
iba a costarle la muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda Armitage,
rezaban así poco más o menos: "N'gai, n'gha'ghaa, bugg- shoggog, y'hah;
Yog-Sothoth, Yog-Sothoth...", desvaneciéndose su voz en el aire mientras
las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana expectación.
Luego, se interrumpieron los jadeos y el perro alzó la cabeza, emitiendo un
prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se produjo en la faz amarillenta y
chotuna de aquel ser postrado en el suelo al tiempo que sus grandes ojos negros
se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al otro lado de la ventana, cesó de
repente el griterío que armaban los chotacabras, y por encima de los murmullos
de la muchedumbre allí congregada se oyó un frenético zumbido y revoloteo.
Recortadas contra el trasfondo de la luna podían verse grandes nubes de alados
vigías expectantes que alzaban el vuelo y huían de la vista, espantados sólo de
ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse.
De pronto, el perro dio un brusco respingo, lanzó un aterrador ladrido y se
arrojó precipitadamente por la ventana por la que había entrado. Un alarido
salió de la expectante multitud, mientras Armitage decía a gritos a los hombres
que aguardaban afuera que en tanto llegase la policía o el forense no podrían
entrar en la sala. Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas
como para que nadie pudiera asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras
cortinas con sumo cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan,
que salió a su encuentro al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien,
aguardasen a entrar en la hedionda sala de lecturas hasta que llegara el
forense y pudiera cubrirse el cuerpo del ser allí postrado.
Mientras esto ocurría, unos cambios realmente espantosos tenían lugar en
aquella gigantesca criatura. No se precisa describir la clase y proporción de
encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante los ojos de Armitage y
Rice, pero puede decirse que, aparte la apariencia externa de cara y manos, el
elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley era mínimo. Cuando llegó el
forense, sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa sobre el entarimado suelo,
en tanto que el fétido olor casi había desaparecido por completo. Por lo visto,
Whateley no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos.
En algo había de parecerse a su desconocido progenitor.
VII
Pero esto no fue sino simplemente el prólogo del verdadero
horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas, llevaron a cabo
todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los detalles más
alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público en general.
Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury para levantar
acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en
consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada,
encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el
fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable
olor y sonidos - semejantes a un oleaje o chapoteo - que salían cada vez con
mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja
herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo
y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis
de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie
entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida
inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos
que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso
informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre
el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables
Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el
valle regado por el curso superior del Miskatonic.
Un casi interminable manuscrito redactado en extraños caracteres en un gran
libro mayor, y que daba toda la impresión de una especie de diario por las
separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía, desconcertó
por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio que hacía las
veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una semana de debates se decidió
enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de libros sobre
saberes arcanos del difunto, para su estudio y eventual traducción. Pero al
poco tiempo hasta los mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser tarea
fácil descifrarlo. No se encontró, en cambio, la menor huella del antiguo oro
con el que Wilbur y el viejo Whateley solían pagar sus deudas.
El horror se desató en el transcurso de la noche del nueve de septiembre.
Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos aquella tarde y los perros
ladraron con fenomenal estrépito durante toda la noche. Quienes madrugaron el
día diez advirtieron un peculiar hedor en la atmósfera. Hacia las siete de la
mañana Luther Brown, el mozo de la granja de George Corey, situada entre el
barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó corriendo, presa de una gran
agitación, del pastizal de diez acres a donde había llevado a pacer las vacas.
Estaba aterrado de espanto cuando entró a trompicones en la cocina de la
granja, mientras las no menos despavoridas vacas se ponían a patalear y mugir en
tono lastimero en el corral, tras seguir al chico todo el camino de vuelta tan
atemorizadas como él. Sin cesar de jadear, Luther trató de balbucir lo que
había visto a Mrs. Corey.
- Arriba, en el camino que hay por encima del barranco, Mrs. Corey... ¡algo
pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos
del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por
encima. Y eso no es lo peor ¡quía! Hay huellas en el camino, Mrs. Corey...
tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa de un tonel, y muy
hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por allí, ; sólo que
las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos antes de salir
corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas que salían del
mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera - sólo que dos
o tres veces más grandes - incrustadas en el camino. Y el olor era irresistible,
igual que el que se respira cerca de la vieja casa de Whateley...
Al llegar aquí el muchacho titubeó y parecía como si el miedo que le había
hecho venir corriendo todo el camino se apoderase de él de nuevo. Mrs.
Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más detalles, se puso a telefonear
a los vecinos, con lo que empezó a cundir el pánico, anticipo de nuevos y
mayores horrores, por toda la comarca. Cuando llamó a Sally Sawyer - ama de
llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley
-, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no
podía dormir, había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley
y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, tras echar una mirada a la granja
y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.
- Sí, Mrs. Corey - dijo Sally con voz trémula desde el otro lado del hilo
telefónico - Chauncey acaba de regresar despavorido, y casi no podía ni hablar
del miedo que traía. Dice que la casa entera del viejo Whateley ha volado por
los aires y que hay un montón de restos de madera desperdigados por el suelo,
como si hubiese una carga de dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa
que el suelo de la planta baja, pero está enteramente cubierto por una especie
de sustancia viscosa que huele horriblemente y corre por el suelo hasta donde
están los trozos de madera desparramados. Y en el corral hay unas huellas
espantosas, unas tremendas huellas de forma circular, más grandes que la tapa
de un tonel, y todo está lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa
destruida. Chauncey dice que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una
franja de tierra mucho más grande que un establo totalmente aplastada y que por
todos los sitios se ven vallas de piedra caídas por el suelo.
"Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó aterrado a la vista de las vacas
de Seth. Las encontró en los pastizales altos, muy cerca de Devil's Hop Yard,
pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas y a casi el resto de las que
quedaban les habían chupado la sangre, y tenían unas llagas igualitas que las
que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz
negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho
que se acerque a la granja del mago Whateley.
Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una
vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco
que lleva al pueblo.
"Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay algo suelto por ahí que no me
sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de Wilbur Whateley - que tuvo el
horrendo fin que merecía - está detrás de todo esto. No era un ser enteramente
humano, y conste que no es la primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía
estar criando algo aún menos humano que él en esa casa toda tapiada con clavos.
Siempre ha habido seres invisibles merodeando en torno a Dunwich, seres
invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada bueno.
"La tierra estuvo hablando anoche, y hacia el amanecer Chauncey oyó a las
chotacabras armar tal gritería en el barranco de Cold Spring que no le dejaron
dormir nada. Luego le pareció oír otro ruido débil hacia donde está la granja
del brujo Whateley, una especie de rotura o crujido de madera, como si alguien
abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera.
Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo hasta bien entrado el
día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se propone volver a la finca
de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto más que suficiente,
se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque no presagia nada bueno. Los
hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente
espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.
"¿Le ha dicho algo Luther de la dirección que seguían las gigantescas
huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en este lado del camino del
barranco y todavía no se han dejado ver por su casa, supongo que deben haber
descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían estar? De siempre he
dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar saludable y no me inspira
la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas que hay en sus entrañas
no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que pueden oírse extraños
ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar en el lugar apropiado,
entre la cascada y la Guarida del Oso.
A eso del mediodía, las tres cuartas partes de los hombres y jóvenes de Dunwich
salieron a dar una batida por los caminos y prados que había entre las
recientes ruinas de lo que fuera la finca de los Whateley y el barranco de Cold
Spring, comprobando aterrados con sus propios ojos las grandes y monstruosas
huellas, las agonizantes vacas de Bishop, toda la misteriosa y apestosa
desolación que reinaba sobre el lugar y la vegetación aplastada y pulverizada
por los campos y a orillas de la carretera. Fuese cual fuese el mal que se
había desatado sobre la comarca era seguro que se encontraba en el fondo de
aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas
estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se había abierto por entre la
maleza que crecía en el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese
arrastrado toda una casa entera, precipitándola por la enmarañada floresta de
la vertiente casi cortada a pico. Ningún ruido llegaba del fondo del barranco,
tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No tiene nada de extraño,
pues, que los hombres prefirieran quedarse al borde del precipicio y ponerse a
discutir, en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido
horror ciclópeo.
Tres perros que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un
primer momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían
amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle
para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado a oír las más
increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo
humorístico sobre el tema, articulo que posteriormente sería reproducido por la
Associated Press.
Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su comarca se recogieron en casa,
y no hubo granja o establo en que no se obstruyera la puerta lo más sólidamente
posible. Huelga decir que ni una sola cabeza de ganado pasó la noche en los
pastizales. Hacia las dos de la mañana un irrespirable hedor y los furiosos
ladridos de los perros despertaron a la familia de Elmer Frye, cuya granja se
hallaba situada al extremo este del barranco de Cold Spring, y todos
coincidieron en decir haber oído afuera una especie de chapoteo o golpe seco.
Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a los vecinos, pero cuando su
marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se oyó un crujido de madera que
vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el ruido procedía del
establo, y fue seguido al punto por escalofriantes mugidos y pataleos de las
vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por la boca y se acurrucaron
a los pies de los miembros de la familia Frye, despavoridos de terror. El dueño
de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero sabía
bien que salir fuera al oscuro corral significaba la muerte. Los niños y las
mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro
y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían de que
guardasen absoluto silencio. Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no
pasar de lastimeros mugidos, seguido de una serie de chasquidos, crujidos y
fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a
moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el
interior del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que
seguían saliendo del establo y los endiablados chirridos de las últimas
chotacabras aún despiertas en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó,
tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre
la segunda fase del horror.
Al día siguiente, la comarca entera era presa de un pánico atroz, y podía verse
un continuo trasiego de atemorizados y silenciosos grupos de gente que se
acercaban al lugar donde se había producido el horripilante acontecimiento
nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían desde el
barranco hasta la granja de Frye, en tanto unas monstruosas huellas cubrían la
tierra desprovista de toda vegetación y una fachada del viejo establo pintado
de rojo se hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró
encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban
pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que sobrevivieron no hubo más
remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a Arkham o
Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil. El anciano
Zebulón Whateley, de una rama de la familia a caballo entre el sano juicio y la
degradación, aventuró, de forma harto increíble, que lo mejor sería celebrar
rituales en las cumbres montañosas. De siempre se habían observado
escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los
grandes círculos de piedra no tenían nada que ver con lo que pudieran haber
hecho Wilbur y su abuelo.
La noche se hizo, sobre la consternada comarca de Dunwich, demasiado pasiva
para lograr poner en marcha una eficaz defensa contra la amenaza que se cernía
sobre ella. En algunos casos, las familias con estrechos vínculos se cobijaron
bajo un mismo techo para estar ojo avizor en medio de la cerrada oscuridad
nocturna, pero, por lo general, volvieron a repetirse las escenas de
levantamiento de barricadas de la noche precedente y los fútiles e ineficaces
gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes y colocar las horcas al alcance de
la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada nuevo salvo algún que
otro ruido intermitente en la montaña, y al despuntar el día muchos confiaban
que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza con que se presentó.
Incluso había algunos espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición
de castigo al fondo del barranco, si bien no se aventuraron a predicar con el
ejemplo a una mayoría que, en principio, no parecía dispuesta a seguirles.
Al caer de nuevo la noche volvieron a repetirse las escenas de las barricadas,
aunque esta vez fueron menos las familias que se agruparon bajo un mismo techo.
A la mañana siguiente, tanto en la granja de Frye como en la de Bishop pudo
advertirse cierta agitación entre los perros e indefinidos sonidos y fétidos
olores en la lejanía, mientras que los expedicionarios más madrugadores se
horrorizaron al ver de nuevo, y recientes, las monstruosas huellas en el camino
que orillaba Sentinel Hill.
Al igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados,
indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal
que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir
que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese
salido del barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma
senda. Al pie de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos
treinta pies de anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes aquello
veían no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas
pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que
fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a pico.
Como los expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más segura,
se encontraron con que una vez arriba terminaban las huellas... o, mejor dicho,
daban la vuelta.
Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían
celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus no menos infernales rituales
ante la piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos
los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de
terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su
superficie ligeramente cóncava podía verse una masa espesa y fétida de la misma
sustancia bituminosa que había en el piso de la derruida granja de los Whateley
cuando el horror se alejó de allí. Los hombres se miraron unos a otros y se
susurraron algo al oído. Luego, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer,
el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había
ascendido. Toda especulación holgaba. La razón, la lógica y las ideas normales
que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo
el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar en
su justo término la situación o hallar una posible explicación a todo ello.
La noche del jueves comenzó igual que casi todas las precedentes, pero acabó
bastante peor. Las chotacabras del barranco no pararon de chirriar ni un
momento armando tal estrépito que fueron muchos los vecinos de Dunwich que no
lograron conciliar el sueño, y a eso de las tres de la madrugada todos los
teléfonos de la localidad se pusieron a sonar trémulamente. Quienes descolgaron
el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en todo desgarrador
"¡Socorro! ¡Dios mío!... ", y algunos creyeron escuchar un
estruendoso ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un sonido más.
Pero nadie se atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se supo de dónde
procedía la llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por teléfono entre
sí, advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los Frye. La verdad se
descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de
hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba en la boca misma
del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía
una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas. La casa de
los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase, y entre
las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto. Sólo un insoportable
hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había sido por completo
borrada de la faz de Dunwich.
VIII
Entre tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada de una
estancia con las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra fase del
horror, algo más apacible pero no menos estimulante desde una perspectiva
espiritual.
El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley, entregado a la Universidad
de Miskatonic para su oportuna traducción, había sido la causa de muchos
quebraderos de cabeza y no pocas muestras de desconcierto entre los
especialistas en lenguas antiguas y modernas del claustro. Su mismo alfabeto,
no obstante la similitud que a primera vista guardaba con la variante del árabe
hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente desconocido a las autoridades en
la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que el texto representaba
un alfabeto artificial, debiendo tratarse de criptogramas, aunque ninguno de
los métodos criptográficos normalmente utilizados pudo aportar la menor pista
para su desciframiento, no obstante aplicarse en función de las lenguas que se
suponía conocía el autor de aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros
encontrados en el domicilio de los Whateley, si bien presentaban un gran
interés y en varios casos prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de
investigación entre los filósofos y hombres de ciencia, no contribuyeron para
nada a dilucidar el enigma. Uno de ellos, un pesado volumen con un cierre
metálico, estaba escrito en otro alfabeto igualmente desconocido, si bien sus
caracteres eran muy diferentes y guardaba cierta semejanza con el sánscrito.
Finalmente, el viejo libro mayor cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto
en atención al especial interés que había demostrado en el caso Whateley como
por sus vastos conocimientos lingüísticos y experiencia en las fórmulas
místicas de la antigüedad y del medioevo.
Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con fines esotéricos por ciertos
cultos arcanos procedentes de épocas pasadas y que habían adoptado numerosos
rituales y tradiciones de los zahoríes del mundo sarraceno.
Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria, pues no era
necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, eran
utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna.
Estaba persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de texto que
contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra
lengua que la suya, salvo quizás a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas
o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el manuscrito
partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.
Armitage sabía muy bien, tras los repetidos fracasos de sus colegas, que el
enigma que encerraba aquel texto resultaría difícil de desentrañar y sería
tarea harto dificultosa, por lo que había que desechar cualquier intento de
aplicar métodos sencillos de investigación. La última decena de agosto la
dedicó a recopilar todos los tratados de criptografía que pudo encontrar,
echando mano de la copiosa bibliografía con que contaba la biblioteca y
descifrando noche tras noche los saberes arcanos que se ocultaban en textos
como la Poligrophia de Tritemio, el De furtivis literarum notis de Giambattista
Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere, el Cryptomenysis patefacta de
Falconer, los tratados del siglo XVIII de Davys y Thicknesse y otros de
autoridades en la materia tan recientes como Blair, Von Marten, amén de los
escritos de Kluber. Con el tiempo acabó por convencerse de que se enfrentaba a
uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos en los que muchas
listas de letras separadas y que se corresponden entre sí se hallan dispuestas
como si se tratara de una tabla de multiplicar, construyéndose el mensaje a
partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas por los iniciados. Las
autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda bastante más valiosa que
las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo que el código del
manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin duda a través de
toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces pareció estar a
punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún obstáculo imprevisto
le hacía retroceder en la marcha de la investigación. Hasta que, prácticamente
ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear. Ciertas letras, tal como
estaban utilizadas en determinados pasajes del manuscrito, fueron identificadas
definitiva e inequívocamente, poniéndose de manifiesto que el texto se hallaba
escrito en inglés.
En la tarde del dos de septiembre cayó, por fin, la última barrera importante
que se interponía a la inteligibilidad del texto, y Armitage vio coronados sus
esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero de los anales de Wilbur
Whateley. En realidad se trataba de un diario, como todo hacía suponer, y
estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una mezcolanza de
profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de incultura general
por parte del extraño ser que lo escribió. Ya el primer pasaje extenso que
logró descifrar Armitage - una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916 -
resultó harto asombroso e intranquilizador.
Recordó que el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio por
entonces, si bien aparentaba ser un adolescente de doce o trece.
Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth, pero no me gustó pues podía responderse
desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me aventaja más de
lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre. Al ir a morderme
maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins, y Elam dijo que si
llegaba a morderme me mataría. Confío en que no lo haga. Anoche el abuelo me
hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la ciudad secreta en los
dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra iré a esos polos, si es que no
logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda. Los del aire me dijeron
en el Sabat que la tarea de arrasar la tierra me llevará muchos años; para
entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así que voy a tener que
aprender la posición de todos los ángulos de las superficies planas y todas las
fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr. Los del exterior me ayudarán, pero
para cobrar forma corpórea requieren sangre humana. Parece que lo de arriba
tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando hago la señal Voorish o soplo
los polvos de Ibn Ghazi, y se parece mucho a ellos el día de la Víspera de mayo
en la Montaña. La otra cara la encuentro algo borrosa. Me pregunto cómo seré
cuando la tierra haya sido arrasada y no quede ni un solo ser sobre ella. El
que vino con el Aklo Sabaoth dijo que podría transfigurarme para parecer menos
del exterior y seguir haciendo cosas.
El amanecer encontró al Dr. Armitage sudoroso y despavorido de terror,
totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado los ojos del manuscrito
en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de una lámpara eléctrica,
fue pasando página tras página con temblorosa mano a medida que descifraba el
críptico texto. En medio de semejante estado de agitación había telefoneado a
su mujer para decirle que no iría a dormir aquella noche, y cuando a la mañana
siguiente le llevó el desayuno a la biblioteca apenas probó bocado. No paró de
leer ni un instante durante todo el día, deteniéndose con gran desesperación
una que otra vez siempre que se hacía necesario volver a aplicar la intrincada
clave para desentrañar el texto. Le llevaron la comida y la cena a su despacho,
pero apenas tomó una pizca. Al día siguiente, ya bien entrada la noche se quedó
adormecido sobre la silla, pero no tardaría en despertarse tras asaltarle unas
pesadillas casi tan horribles como la amenaza que se cernía sobre la humanidad
entera y que acababa de descubrir.
La mañana del cuatro de septiembre el profesor Rice y el Dr. Morgan insistieron
en ver a Armitage siquiera un momento, saliendo de la entrevista temblorosos y
con el semblante demudado. Al anochecer Armitage se fue a la cama, pero sólo
esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, miércoles, volvió a
enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de
los pasajes que iba leyendo como de los ya descifrados. En la madrugada se
quedó dormido unos momentos en un sillón del despacho, pero antes de que
amaneciese ya estaba de nuevo con la vista sobre el manuscrito. Aún no habían
dado las doce cuando su médico, el doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por
su propio bien, en la necesidad de que dejase de trabajar. Pero Armitage se
negó a seguir los consejos del médico, alegando que para él era de vital
importancia acabar de leer el diario, al tiempo que le prometía una explicación
más detallada en su debido momento. Aquella tarde, justo en el momento en que
empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y agotadora lectura y se dejó caer
sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, le
encontró postrado en un estado casi comatoso, pero Armitage aún conservaba la
conciencia suficiente como para proferir un fenomenal grito, que la hizo
retroceder al advertir que sus ojos se posaban en las notas que había tomado.
Levantándose a duras penas de la silla, recogió las hojas garrapateadas que
había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que guardó en el bolsillo
interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para regresar a casa por su propio
pie, pero era tan evidente que precisaba de auxilios médicos que hubo que
llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las
indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra vez "Pero, ¿qué
hacer, Dios mío? ¿qué hacer?" Armitage durmió toda aquella noche, pero al
día siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al
doctor Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa
necesidad de mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien
entendiera sus desvaríos, en los que hacía desesperados llamamientos para que
se destruyera algo que decía se encontraba en una casa herméticamente cerrada
con tablones, al tiempo que hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar
de la faz de la tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y
animal, que se proponía llevar a cabo una terrible y antiquísima raza de seres
procedentes de otras dimensiones siderales. En sus gritos decía cosas tales
como que el mundo estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían
propuesto desmantelarlo y barrerlo del sistema solar y del cosmos de la materia
para sumirlo en otro nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía
billones y billones de milenios. En otros momentos pedía que le trajeran el
temible Necronomicón y el Daemonoletreia de Remigio, volúmenes ambos en los que
estaba persuadido de encontrar la fórmula mágica con la que conjurar tan
aterrador peligro.
-¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos como sea! - se lanzaba a gritar
desesperadamente -. Los Whateley se proponen abrirles el camino, y lo peor de
todo aún está por llegar. Digan a Rice y Morgan que hay que hacer algo. Es una
operación que entraña un gran peligro, pero yo sé cómo fabricar los polvos...
No ha recibido ningún alimento desde el dos de agosto, el día en que Wilbur
vino a morir aquí, y a estas alturas...
Pero Armitage, pese a sus setenta y tres años, tenía aún una naturaleza
resistente y el trastorno se le pasó en el curso de la noche y no vino
acompañado de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado el día, con la cabeza
despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo que le roía las entrañas
y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba sobre él.
El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca y mantener
una reunión con Rice y Morgan; los tres hombres estuvieron devanándose los
sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y los más
alucinantes debates. Sacaron montones de terribles libros sobre saberes arcanos
de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen recaudo, y
estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y en
cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían visto
el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel mismo
edificio, por lo que a ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza
considerar el diario como los delirios de un loco.
Las opiniones sobre la conveniencia de dar cuenta a la policía de Massachusetts
estaban encontradas, imponiéndose la negativa en última instancia. Había cosas
en todo aquello que resultaban muy difíciles, por no decir imposibles, de creer
por quienes no estaban al tanto de todo lo que allí sucedía, como muy bien se
vería tras varias investigaciones realizadas con posterioridad a los hechos. Ya
entrada la noche la sesión se levantó sin que hubieran trazado un plan
definitivo, pero durante todo el domingo Armitage estuvo ocupado cotejando
fórmulas mágicas y haciendo combinaciones de productos químicos sacados del
laboratorio de la universidad. Cuanto más pensaba en el infernal diario, más
dudas le asaltaban sobre la eficacia de cualquier agente material para destruir
al ser que Wilbur Whateley había dejado tras de sí... el amenazador ser,
desconocido para él, que unas horas después habría de abatirse sobre la localidad
y acabaría siendo trágicamente conocido por el horror de Dunwich.
El lunes apenas difirió de la víspera para Armitage, pues la tarea en que
estaba embarcado requería continuas búsquedas y experimentos. Nuevas consultas
del diario de aquel monstruoso ser trajeron como consecuencia una serie de
cambios en el plan originalmente trazado, y, con todo, sabía que al final
seguiría adoleciendo de grandes faltas y riesgos. Para el martes ya había
esbozado una línea precisa de actuación y creía que en menos de una semana
estaría en condiciones de trasladarse a Dunwich. Pero con el miércoles vino la
gran conmoción. Casi desapercibido, en una esquina del Arkham Advertiser, podía
verse un pequeño despacho de la agencia Associated Press en el que se comentaba
en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en Dunwich había
producido un monstruo que batía todos los récords. Armitage, sobrecogido ante
la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Hasta bien entrada la
noche estuvieron debatiendo los planes a seguir, y al día siguiente se lanzaron
apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje. Armitage sabía muy bien
que iban a tener que habérselas con pavorosas fuerzas, pero también veía
claramente que era el único medio de acabar con aquel maléfico embrollo que
otros antes que él habían venido a complicar y agravar.
IX
El viernes por la mañana Armitage, Rice y Morgan salieron en
automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la tarde. Hacía un
día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía presagiarse una
inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre aquellas montañas
extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los profundos y sombríos
barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía divisarse recortado
contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las cumbres montañosas. Por la
atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en la tienda de Osborn, los
tres investigadores comprendieron que algo horrible había sucedido, y pronto se
enteraron de la desaparición de la casa y de la familia entera de Elmer Frye.
Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los alrededores de Dunwich,
preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con sus propios ojos, en
medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la casa de los Frye con
sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa, las espantosas huellas
dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop y las impresionantes
franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El sendero dejado a todo
lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una significación casi
devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la siniestra piedra en
forma de altar que se divisaba en la cima.
Finalmente, los investigadores de Arkham, enterados de que aquella misma mañana
habían llegado unos policías de Aylesbury en respuesta a las primeras llamadas
telefónicas dando cuenta de la tragedia acaecida a los Frye, resolvieron ir en
busca de los agentes y contrastar con ellos sus impresiones sobre la situación.
Pero una cosa fue decirlo y otra hacerlo, pues no se veía a los policías por
ninguna parte. Habían venido en total cinco en un coche, que se encontró
abandonado en un lugar próximo a las ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes
de la localidad, que hacía tan sólo un rato habían estado hablando con los
policías, se hallaban tan perplejas como Armitage y sus compañeros. Fue
entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino a la cabeza una idea y,
lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que apuntaba hacia el profundo y
rezumante abismo que se abría frente a ellos.
-¡Dios mío!. - dijo jadeando - ¡Mira que les advertí que no bajasen al
barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse nadie ahí con esas huellas y
ese olor y con las chotacabras armando tal griterío a plena luz del día...
Un escalofrío se apoderó de todos los congregados - granjeros e investigadores
- al oír las palabras del viejo Hutchins, y todos aguzaron instintivamente el
oído. Armitage, ahora que se encontraba por vez primera frente al horror y su
destructiva labor, no pudo evitar temblar ante la responsabilidad que se le
venía encima. Pronto caería la noche sobre la comarca, las horas en que la
gigantesca monstruosidad salía de su cubil para proseguir sus pavorosas
incursiones. Negotium perambulans in tenebris... El anciano bibliotecario se
puso a recitar la fórmula mágica que había aprendido de memoria, al tiempo que
estrujaba con la mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa
que no había memorizado.
Seguidamente, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto estado.
Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos que se
utilizan para combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el rifle de
caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus compañeros de
que las armas no valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.
Armitage, que había leído el estremecedor diario de Wilbur, sabía muy bien qué
base de materialización podía esperarse, pero no quiso atemorizar más a los
vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o pistas. Esperaba poder librar al
mundo de aquel horror sin que nadie se enterase de la amenaza que se cernía
sobre la humanidad entera. A medida que la oscuridad fue haciéndose más densa los
vecinos de Dunwich comenzaron a dispersarse y emprendieron el regreso a casa,
ansiosos por encerrarse en su interior pese a la evidencia de que no había
cerrojo o cerradura que pudiese resistir los embates de un ser de tal
descomunal fuerza que podía tronchar árboles y triturar casas a su antojo.
Sacudieron la cabeza al enterarse del plan que tenían los investigadores de
permanecer de guardia en las ruinas de la granja de Frye próxima al barranco.
Al despedirse de ellos, apenas albergaban esperanzas de volver a verlos con
vida a la mañana siguiente.
Aquella noche se oyó un enorme fragor en las montañas y las chotacabras
chirriaron con endiablado estrépito. De vez en cuando, el viento que subía del
fondo del barranco de Cold Spring traía un hedor insoportable a la ya cargada
atmósfera nocturna, un hedor como el que aquellos tres hombres ya habían
percibido en una anterior ocasión al encontrarse frente a aquella moribunda
criatura que durante quince años y medio pasó por un ser humano. Pero la tan
esperada monstruosidad no se dejó ver en toda la noche. No cabía duda, lo que
había en el fondo del barranco aguardaba el momento propicio, y Armitage dijo a
sus compañeros que sería suicida intentar atacarlo en medio de la oscuridad
nocturna.
Al amanecer cesaron los ruidos. El día se levantó gris, desapacible y con
ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros nubarrones se acumulaban del
otro lado de la montaña, en dirección noroeste. Los tres científicos de Arkham
no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia arreciase se guarecieron bajo una
de las pocas construcciones de la granja de los Frye que aún quedaban en pie,
en donde debatieron la conveniencia de seguir esperando o arriesgarse y bajar
al fondo del barranco a la caza de la monstruosa y abominable presa. El
aguacero arreciaba por momentos y en la lejanía se oía el fragor producido por
los truenos, en tanto que el cielo resplandecía por los relámpagos que lo
rasgaban, y muy cerca de donde se encontraban se vio caer un rayo, como si
directamente se dirigiese al maldito barranco. El cielo se oscureció
totalmente, y los tres científicos esperaban que la tormenta, aunque violenta,
pasara rápidamente y luego esclareciera.
Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones el cielo cuando, no haría siquiera
una hora, hasta ellos llegó un auténtico babel de voces que se acercaba por el
camino. Al poco, pudo divisarse un grupo despavorido integrado por algo más de
una docena de hombres que venían corriendo, y no cesaban de gritar y hasta de
sollozar histéricamente. Uno de los que marchaban a la cabeza prorrumpió a
balbucir palabras sin sentido, sintiendo un pavoroso escalofrío los
investigadores de Arkham cuando las palabras adquirieron coherencia.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! - se oyó decir a alguien con una voz entrecortada -
.Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en
estos momentos! ¡Que el Señor nos proteja! Tras oírse unos jadeos, la voz se
sumió en el silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía
el primero.
- Hace casi una hora Zeb Whateley oyó sonar el teléfono. Quien llamaba era Mrs.
Corey, la mujer de George, el que vive abajo en el cruce. Dijo que Luther, el
mozo, había salido en busca de las vacas al ver el tremendo rayo que cayó,
cuando observó que los árboles se doblaban en la boca del barranco - del lado
opuesto de la vertiente - y percibió el mismo hedor que se respiraba en las
inmediaciones de las grandes huellas el lunes por la mañana. Y según ella,
Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo, un ruido mucho más
fuerte que el producido por los árboles o arbustos al doblarse, y de repente
los árboles que había a orillas del camino se inclinaron hacia un lado y se oyó
un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro. Pero, aparte de los árboles
y la maleza doblados, Luther no vio nada.
Luego, más allá de donde el arroyo Bishop pasa por debajo del camino pudo oír
unos espantosos crujidos y chasquidos en el puente, y dijo que parecía como si
fuese madera que estuviese resquebrajándose. Pero, aparte de los árboles y los
matorrales doblados, no vio nada en absoluto. Y cuando los crujidos se
perdieron a lo lejos - en el camino que lleva a la granja del brujo Whateley y
a la cumbre de Sentinel Hill -, Luther tuvo el valor de acercarse al lugar donde
se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al suelo. No se veía otra cosa
que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la lluvia que caía empezaba a
borrar las huellas, pero cerca de la boca del barranco, donde los árboles se
hallaban caídos por el suelo, aún había unas horribles huellas tan gigantescas
como las que vio el lunes pasado.
Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre que había hablado en primer lugar.
- Pero eso no es lo malo; eso fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente y
todos estaban escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían
desde la casa de Seth Bishop. Sally, la mujer de Seth, no paraba de hablar en
tono muy acalorado, acababa de ver los árboles tronchados al borde del camino,
y dijo que una especie de ruido acorchado, parecido al de las pisadas de un
elefante, se dirigía hacia la casa. Luego, dijo que un olor espantoso se metió
de repente por todos los rincones de la casa y que su hijo Chauncey no cesaba
de gritar que el olor era idéntico al que había en las ruinas de la granja de
Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo esto, los perros no paraban de
lanzar horribles aullidos y ladridos.
De repente, Sally pego un fenomenal grito y dijo que el cobertizo que había
junto al camino se había derrumbado como si la tormenta se lo hubiese llevado
por delante, sólo que apenas corría viento para pensar en algo así.
Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía oírse el jadeo de
multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally volvió a proferir
un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de la casa acababa de
derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a qué podría
deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar también a
Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo enorme había
caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino algo descomunal
que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran constates, aunque no se
veía nada a través de las ventanas. Y luego... y luego... El terror podía verse
reflejado en todos los rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos
aterrado, tuvo el aplomo suficiente para decirle a quien tenía la palabra que
prosiguiera.
- Y luego... luego, Sally lanzó un grito estremecedor y dijo "¡Socorro!
¡La casa se viene abajo!"... Y desde el otro lado del hilo pudimos oír un
fenomenal estruendo y un espantoso griterío... igual que pasó con la granja de
Elmer Frye, sólo que esta vez peor...
El hombre que hablaba hizo una pausa, y otro de los que venía en el grupo
prosiguió el relato.
- Eso fue todo. No volvió a oírse ni un ruido ni un chillido más. Sólo el más
absoluto silencio. Quienes lo escuchamos sacamos nuestros coches y furgonetas,
y a continuación nos reunimos en casa de Corey todos los hombres sanos y
robustos que pudimos encontrar, y hemos venido hasta aquí para que nos
aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un castigo del Señor por
nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal puede escapar.
Armitage comprendió que había llegado el momento de hacer algo y, con aire
resuelto, se dirigió al vacilante grupo de despavoridos campesinos.
- No queda más remedio que seguirlo, señores - dijo tratando de dar a su voz el
tono más tranquilizador posible -. Creo que hay una posibilidad de acabar de
una vez por todas con lo que quiera que sea ese monstruo. Todos ustedes conocen
de sobra la fama de brujos que tenían los Whateley, pues bien, este abominable
ser tiene mucho de brujería, y para acabar con él hay que recurrir a los mismos
procedimientos que utilizaban ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y
examinado algunos de los extraños y antiguos libros que acostumbraba a leer, y
creo conocer el conjuro que debe pronunciarse para que desaparezca para
siempre. Naturalmente, no puede hablarse de una seguridad total, pero vale la
pena intentarlo. Es invisible - como me imaginaba -, pero este pulverizador de
largo alcance contiene unos polvos que deben hacerlo visible por unos
instantes. Dentro de un rato vamos a verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero
aún hubiese sido mucho peor si Wilbur hubiese seguido con vida. Nunca llegará a
saberse bien de qué se libró la humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un
monstruo contra el que luchar, pero sabemos que no puede multiplicarse. Con
todo, es posible que cause aún mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora
de librar al pueblo de semejante monstruo.
"Hay que seguirlo, pues, y la forma de hacerlo es ir a la granja que acaba
de ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no conozco bien estos caminos,
pero supongo que debe haber un atajo. ¿Están de acuerdo? Los hombres se
movieron inquietos sin saber qué hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo
tiznado por entre la cortina de lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz
suave: "Creo que el camino más rápido para llegar a la granja de Seth
Bishop es atravesar el prado que se ve ahí abajo y vadear el arroyo por donde
es menos profundo, para subir luego por las rastrojeras de Carrier y los
bosques que hay a continuación. Al final se llega al camino alto que pasa a
orillas de la granja de Seth, que está del otro lado." Armitage, Rice y
Morgan se pusieron a caminar en la dirección indicada, mientras la mayoría de
los aldeanos marchaban lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y
todo parecía indicar que la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba
involuntariamente una dirección equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se
ponía delante para mostrar el camino. El valor y la confianza de los hombres
del grupo crecían por momentos, aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera
casi cortada a pico que había al final del atajo - por entre cuyos fantásticos
y añejos árboles hubieron de trepar cual si de una escalera se tratase -
pusieron tales cualidades a prueba.
Al final, llegaron a un camino lleno de barro justo al tiempo que salía el sol.
Se hallaban algo más allá de la finca de Seth Bishop, pero los árboles
tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran buena prueba de que ya
había pasado por allí el monstruo. Apenas se detuvieron unos momentos a
contemplar los restos que quedaban en torno al gran hoyo. Era exactamente lo
mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni muerto podía verse entre las
ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y el establo de los Bishop.
Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel hedor insoportable y
aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron instintivamente al sendero de
espantosas huellas que se dirigían hacia la granja en ruinas de los Whateley y
las laderas coronadas en forma de altar de Sentinel Hill.
Al pasar ante lo que fuera morada de Wilbur Whateley todos los integrantes del
grupo se estremecieron visiblemente y sus ánimos comenzaron a flaquear. No
tenía nada de divertido seguir la pista de algo tan grande como una casa y no
lograr verlo, si bien podía respirarse en el ambiente una maléfica presencia
infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las huellas dejaban el camino podía
apreciarse aún fresca la vegetación aplastada y tronchada a lo largo de la
ancha franja que marcaba el camino seguido por el monstruo en su anterior
subida y descenso de la montaña.
Armitage sacó un potente catalejo y se puso a escrutar las verdes laderas de
Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a Morgan, que gozaba de una visión más
aguda. Tras mirar unos instantes por el aparato Morgan lanzó un pavoroso grito,
pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer a la vez que le señalaba con el dedo un
determinado punto de la ladera. Sawyer, tan desmañado como la mayoría de
quienes no están acostumbrados a utilizar instrumentos ópticos, estuvo dándole
vueltas unos segundos hasta que finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage,
logró centrar el objetivo. Al localizar el punto, su grito aún fue más
estridente que el de Morgan.
-¡Dios Todopoderoso, la hierba y los matorrales se mueven! Está subiendo...
lentamente... como si reptara... en estos momentos llega a la cima. ¡Qué el
cielo nos ampare! El germen del pánico pareció cundir entre los
expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra muy
distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y si
fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage
todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna parecía satisfacerles.
Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y
de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia
misma de la humanidad.
X
Al final, los tres investigadores venidos de Arkham - el Dr.
Armitage, de canosa barba, el profesor Rice, rechoncho y de cabellos plateados,
y el Dr.
Morgan, delgado y de aspecto juvenil - acabaron subiendo solos la montaña. Tras
instruir con suma paciencia a los aldeanos sobre cómo enfocar y utilizar el
catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo que se quedó en el camino. A
medida que subían aquellos tres hombres, los aldeanos fueron pasándoselo de mano
en mano para poder verlos de cerca.
La subida era ardua, y en más de una ocasión tuvieron que echar una mano a
Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario el gran sendero
abierto en la montaña retumbaba como si su infernal hacedor volviera a pasar
por él con premiosa alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores
cobraban terreno.
Curtis Whateley - de la rama no degenerada de los Whateley - era quien miraba
por el catalejo cuando los investigadores de Arkham se desviaron del sendero.
Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda, los tres hombres trataban de
llegar a un pico inferior desde el que se divisaba el sendero, en un lugar muy
por encima de donde se estaba aplastando la vegetación en aquellos momentos. Y
así fue en realidad, pues los expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación
al poco de que el invisible monstruo pasara por allí.
Luego, Wesley Corey, que a la sazón miraba por el objetivo, gritó con todas sus
fuerzas que Armitage se había puesto a ajustar el pulverizador que llevaba
Rice, y todo indicaba que algo iba a ocurrir de un momento a otro. El
desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, pues, según les habían
dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos instantes al desconocido
horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto que Curtis Whateley
arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto más distante posible.
Puro ver que Rice, desde el lugar de observación en que se encontraban los
expedicionarios - por encima y justo detrás del monstruoso ser - tenía una
excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes polvos de
prodigiosos efectos.
El resto de los que estaban en el camino sólo pudieron ver el fugaz resplandor
de una nube grisácea - una nube del tamaño de un edificio relativamente alto -
próxima a la cima de la montaña. Curtis, que era quien en aquellos momentos
miraba por el catalejo, lo dejó caer de golpe sobre el barro que les cubría
hasta los tobillos, al tiempo que lanzaba un grito aterrador. Se tambaleó, y habría
caído al suelo de no ser por dos o tres compañeros que le ayudaron y le
sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido era lo único que salía de sus
labios.
-¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!... eso... eso...
Luego se organizó. un auténtico pandemónium, pues todos querían preguntar a la
vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el catalejo caído en tierra y de
limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo incoherencias y ni siquiera
respuestas aisladas conseguía dar.
- Es mayor que un establo... todo hecho de cuerdas retorcidas... tiene una
forma parecida a un huevo de gallina, pero enorme, con docenas de patas...
como grandes toneles medio cerrados que se echaran a rodar... no se ve que
tenga nada sólido... es de una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas
sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado... tiene infinidad de enormes
ojos saltones... diez o veinte bocas o trompas que le salen por todos los
lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse, abriéndose y
cerrándose continuamente... todas grises, con una especie de anillos azules o
violetas... ¡Dios del cielo! ¡y ese rostro semihumano encima...! El recuerdo de
esto último, fuera lo que fuese, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis,
quien perdió el sentido antes de poder articular una sola palabra más. Fred
Farr y Will Hitcbins lo trasladaron a un lado del camino, dejándole tendido
sobre la húmeda hierba. Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el
catalejo y lo enfocó hacia la montaña en un intento de ver qué pasaba. A través
del objetivo podían divisarse tres pequeñas figuras que ascendían hacia la
cumbre con la rapidez con que se lo permitía la abrupta pendiente. Eso era todo
cuanto veía, ni más ni menos.
Luego, todos percibieron un raro e intempestivo ruido que procedía del fondo
del valle a sus espaldas, e incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill.
Era el griterío que armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro
parecía latir una tensa y maligna expectación.
Earl Sawyer cogió seguidamente el catalejo y dijo que se veía a las tres
figuras de pie en la cumbre más alta, prácticamente al mismo nivel del altar de
piedra, pero todavía a considerable distancia de éste. Uno de los hombres, dijo
Earl Sawyer, parecía alzar los brazos por encima de su cabeza a intervalos
rítmicos, y al decir esto los demás creyeron oír un tenue sonido cuasimusical a
lo lejos, como si una ruidosa salmodia acompañara a sus gestos. La extraña
silueta en aquel lejano pico debía constituir todo un grotesco e impresionante
espectáculo, pero ninguno de los presentes se sentía con humor para hacer
consideraciones estéticas.
- Me imagino que ahora están entonando el conjuro - dijo Wheeler en voz baja al
tiempo que arrebataba el catalejo de manos de Sawyer. Mientras, las chotacabras
chirriaban con singular estridencia y a un ritmo curiosamente irregular, que no
guardaba ningún parecido con las modulaciones del ritual.
De repente, la luz del sol disminuyó sin que, a primera vista, se debiera a la
acción de ninguna nube. Era un fenómeno realmente singular, y así lo apreciaron
todos. Parecía como si en el interior de las montañas estuviera gestándose un
estrepitoso fragor, extrañamente acorde con otro fragor que vendría del
firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los asombrados hombres buscaron en
vano los indicios de la tormenta. La salmodia que entonaban los investigadores
de Arkham llegaba ahora nítidamente hasta ellos, y Wheeler vio a través del
catalejo que levantaban los brazos al compás de las palabras del conjuro. Podía
oírse, asimismo, el furioso ladrido de los perros en una granja lejana.
Los cambios en las tonalidades de la luz solar fueron a más y los hombres
apiñados en el camino seguían mirando perplejos al horizonte. Unas tinieblas
violáceas, originadas como consecuencia de un espectral oscurecimiento del azul
celeste, se cernían sobre las retumbantes colinas.
Seguidamente, volvió a rasgar el cielo un relámpago, algo más deslumbrante que
el anterior, y todos creyeron ver como si una especie de nebulosidad se
levantara en torno al altar de piedra allá en la lejana cumbre.
Nadie, empero, miraba con el catalejo en aquellos instantes. Las chotacabras
seguían emitiendo sus irregulares chirridos, en tanto los hombres de Dunwich se
preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable
amenaza que parecía rondar por la atmósfera.
De repente, y sin que nadie lo esperara, se dejaron oír unos sonidos vocales
sordos, cascados y roncos que jamás olvidarían los integrantes del despavorido
grupo que los oyó. Pero aquellos sonidos no podían proceder de ninguna garganta
humana, pues los órganos vocales del hombre no son capaces de producir
semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría que habían salido del mismo
averno, si no fuese harto evidente que su origen se encontraba en el altar de
piedra de Sentinel Hill. Y hasta casi es erróneo llamar a semejantes
atrocidades sonidos, por cuanto su timbre, horrible a la par que extremadamente
bajo, se dirigía mucho más a lóbregos focos de la conciencia y al terror que al
oído; pero uno debe calificarlos de tal, pues su forma recordaba, irrefutable
aunque vagamente, a palabras semiarticuladas. Eran unos sonidos estruendosos -
estruendosos cual los fragores de la montaña o los truenos por encima de los
que resonaban - pero no procedían de ser visible alguno. Y como la imaginación
es capaz de sugerir las más descabelladas suposiciones en cuanto a los seres
invisibles se refiere, los hombres agrupados al pie de la montaña se apiñaron
todavía más si cabe, y se echaron hacia atrás como si temiesen que fuera a
alcanzarles un golpe fortuito.
- Ygnaiih... ygnaiih... thflthkh'ngha... Yog-Sothoth... - sonaba el
horripilante graznido procedente del espacio -. Y'bthnk... h'ehye...
n'grkdl'lh... En aquel momento, quienquiera que fuese el que hablase pareció
titubear, como si estuviera librándose una pavorosa contienda espiritual en su
interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó las
tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, las
cuales no paraban de agitar los brazos a un ritmo frenético y de hacer extraños
gestos como si la ceremonia del conjuro estuviese próxima a su culminación. ¿De
qué lóbregos avernos de terror propios del diabólico Aqueronte, de qué
insondables abismos de conciencia extracósmica, de qué sombría y secularmente
latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos medio
graznidos medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y
coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.
- Eh-ya-ya-ya-yahaah-e'yayayayaaaa... ngh'aaaaa... ngh'aaa... h'yuh...
¡SOCORRO! ¡SOCORRO!... pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG- SOTHOTH! Eso fue todo.
Los lívidos aldeanos que aguardaban en el camino sin salir de su estupor ante
las palabras indiscutiblemente inglesas que habían resonado, profusa y
atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había junto a la
asombrosa piedra altar, no volverían a oírlas. Al punto, hubieron de dar un
violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la
montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen - ya fuese el
interior de la tierra o los cielos - ninguno de los presentes supo localizar.
Un único rayo cayó desde el cenit violáceo sobre la piedra altar y una
gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la
montaña bañando la comarca entera.
Arboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los
despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña,
debilitados por el letal hedor que casi llegaba a asfixiarles, estuvieron a
punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de
los perros, en tanto que los prados y el follaje en general se marchitaban
cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo amarillenta, y los campos y
bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.
El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con
normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación
ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto
recuerdo. Curtis Whateley comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres
hombres de Arkham descender lentamente por la vertiente montañosa bajo los
rayos de un sol cada vez más resplandeciente e inmaculado. Su semblante era
grave y calmado, y parecían consternados por unas reflexiones sobre lo que
venían de presenciar de naturaleza mucho más angustiosa que las que habían
reducido al grupo de aldeanos a un estado de postración y acobardamiento.
En respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres
investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital
importancia.
- El monstruoso ser ha desaparecido para siempre - dijo Armitage -. Ha vuelto
al seno de lo que era en un principio y ya no puede volver a existir.
Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba
compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la palabra.
Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a fundirse con
aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro universo material,
en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados ritos de la
malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en
las cumbres montañosas.
Seguidamente, se hizo un breve silencio, durante el cual los sentidos dispersos
del infortunado Curtis Whateley volvieron a entretejerse poco a poco hasta
formar una especie de continuidad, y llevándose las manos a la cabeza soltó un
sordo gemido. La memoria le devolvió al momento en que le había abandonado, y
volvió a invadirle la horrorosa visión que le había hecho desfallecer.
-¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano... aquel rostro semihumano!...
aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado, y sin mentón, igual que
los Whateley... Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una
cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo
que medía yardas y yardas...
Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo entero de aldeanos se le quedaba
mirando fijamente con una perplejidad aún no cristalizada en renovado terror.
Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien solían venirle a la cabeza
antiguos recuerdos pero que no había abierto la boca hasta el momento, dijo en
voz alta.
- Hace quince años - se puso a divagar -, oí decir al viejo Whateley que un día
oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de
Sentinel Hill...
Pero Joe Osborn le interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham.
- Pero, ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley
llamarle para que acudiera de los espacios? Armitage escogió sus palabras
cuidadosamente a la hora de contestar.
- Era... bueno, era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que
habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a otras
leyes distintas de las que rigen nuestra Naturaleza. A ninguno de nosotros se
nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo intentan las gentes y
cultos más abominables. Y algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo
que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo precoz, y para hacer
de su muerte una escena de diabólico patetismo. Lo primero que pienso hacer es
quemar este maldito diario, y si quieren obrar como hombres prudentes les
aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima y echen
abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las restantes
montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos de los
que tanto gustaban los Whateley, unos seres a los que iban a dar forma
terrestre para que borraran de la faz de la tierra a la especie humana y
arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar execrable para alguna
finalidad de naturaleza igualmente execrable.
"Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de
origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los
monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande
por las mismas razones por las que lo hizo Wilbur, pero le superó porque
contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es innecesario preguntar por
qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio... No lo llamó. Era su hermano
gemelo, pero se parecía más a su padre que él.